Plaza de almas

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“No me pidas que haga eso. Por favor, no me lo pidas. Me parece algo sumamente cruel, un engaño indigno de ti, y aun de mí. Los dos seríamos reos de alevosía, de perfidia. ¿Cómo puedes pedirme que la seduzca en esa forma tan villana, haciéndole promesas engañosas, llevándola por mi culpa a ser culpable? Tú la conoces bien: es inocente. Ni siquiera sabe que hay mal en este mundo. Es bella de cuerpo, y aún más bella de alma. ¿Y me pides que la lleve al pecado, que la haga ser lo mismo que soy yo? Ahora pienso que en verdad no sé quién eres; que nunca te conoceré en verdad. Me debo a ti, puedo decir que tú me hiciste, y sin embargo ahora me causas temor. Ignoro tus designios, no puedo adivinarlos, pero siento que tienes algún plan oculto, y me asusta ese plan tuyo precisamente porque no lo conozco, como tampoco te conozco a ti. ¿Qué clase de ser eres? ¿Qué trama has urdido? Te desconozco; no puedo creer que seas tú. ¿Haces para deshacer? Me pareces un escultor que talla en mármol una obra maestra, superior a todas, sobrehumana, y luego arroja sobre ella fango y heces. Si no te estuviera viendo, si no estuviera escuchándote, pensaría que es otro el que me pide que haga eso. No me lo pidas. Soy incapaz de esa maldad. Déjala a ella en su perfecto mundo, y déjame seguir en mi inmundo mundo. Te estás aprovechando de mí porque sabes lo que de mí se dice: que soy astuto, avieso. Pero tú caes en lo mismo al pedirme que la seduzca. No se te escapa lo que sucederá si hago lo que me pides. Quizá por eso me lo pides. A mí me maldecirán, la culparán a ella, y tú quedarás al margen, o más bien por encima de todo juicio. No habrá quien haga sobre ti las elucubraciones que ahora estoy haciendo tontamente. Tontamente, sí, porque a ti nadie te juzga. Ella y yo seremos deturpados. A mí me reprobarán por el engaño, a ella por haberse dejado engañar. Y a ti nadie te tocará, siendo que todo sucederá porque tú así lo ordenaste. Lo ordenaste en el sentido de mandar y lo ordenaste en el sentido de disponer las cosas conforme a una intención preconcebida. Porque lo que va a suceder está en tus planes, eso sí lo veo. Tanto ella como yo no no haremos sino lo que tú quieres que hagamos. Ella sin darse cuenta; yo como cómplice tuyo en una acción que no entiendo, que sólo tú puedes entender. Estoy seguro de que sabes bien cuáles serán los efectos de nuestra acción. Y fíjate bien que digo “nuestra acción”, porque lo que haré no será obra mía. Seré sólo el instrumento de tu voluntad. No puedo dejar de obedecerte. Soy obra tuya, y obra tuya será finalmente eso que voy a hacer porque tú me lo pides y porque no puedo yo dejar de hacerlo. La seduciré, pues. Parecerá obra mía, pero en verdad será tú obra. Tú eres el que pone en marcha la cadena de acontecimientos que mi acción provocará. Pero no será mi acción. Será la tuya. Espera que sepas bien lo que haces, porque yo no sé lo que voy a hacer. Consumaré la seducción -tengo experiencia en eso-, y ella sufrirá las consecuencias. Tú mismo serás el primero en culparla. ¿Cómo puedes hacer eso si tú mismo haces que las cosas sucedan como quieres que sucedan? Siento deseos de escapar, de escabullirme -también en eso soy diestro-, pero es imposible huir de ti. Cumpliré tu orden, pues, y que suceda lo que debe suceder. Dejaré que me culpen de algo que hago porque tú así lo has dispuesto. Pero me duele que la vayan a culpar también a ella. Eso me parece injusto”. “Ya hablaste demasiado, serpiente. Anda, ve a seducir a Eva, y que ella seduzca luego a Adán”. Esto que he relatado sucedió hace mucho tiempo. Tanto que parece que no ha pasado el tiempo. FIN.