Plaza de almas

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Derecho de pernada se llamaba, tú lo sabes, pero tenía otro nombre menos conocido: derecho a la primera sangre. Lo tuvieron los señores feudales en su tiempo, y en el suyo lo acostumbraron algunos de nuestros hacendados en la época de don Porfirio. Consistía en la facultad que se arrogaba el amo de desvirgar a la mujer de su vasallo o peón antes de que tuviera acceso a ella el hombre que la había desposado. Entiendo que pocos dueños de hacienda hacían uso de esa atribución: generalmente eran de edad avanzada, y muy católicos, características las dos nada propicias para el ejercicio de un derecho así. Pero en ocasiones el señor delegaba la prerrogativa en uno de sus hijos; así el que pecaba era el hijo, no él. Fue lo que sucedió en el caso de Teresa. Tú la has de recordar, Armando. De niño ibas a su casa cuando pasabas vacaciones en el rancho, y ella te daba siempre un vasito de aguamiel. Por entonces ya era muy anciana. Decía: “No veo bien, y casi no oigo, pero mi mayor desdicha es que no he olvidado nada”. A mí me apreciaba, pues le surtía en la ciudad sus medicinas y le llevaba pan de azúcar, que le gustaba mucho. Un día me contó la historia de cómo vino a dar al rancho. A principios del siglo -hablo del veinte- vivía en una hacienda del sur con su familia. Se hizo novia de un buen ranchero, trabajador, sin vicios, y se casó con él. Pero al salir de la capilla donde el cura ofició el matrimonio se presentó el hijo mayor del amo y le ordenó a la muchacha que de ahí se fuera a la casa grande. “Allá te espero -le dijo-. No tardes”. Los novios y sus familiares hablaron con el sacerdote. ¿Iba a permitir eso? “¿Qué quieren que haga, hijos? Los curas también comemos”. En el camino hacia la casa grande Teresa pidió llegar un momento a la suya. Dijo que se iba a poner otro vestido: no quería llevar “allá” el de novia. Luego el carruaje nupcial la condujo a donde debía ir. “No me tardo -le murmuró a su novio-. Espérame aquí”.  No tardó, en efecto. Salió poco después. No venía llorando de vergüenza igual que todas. Se mostraba tranquila, como si nada hubiera sucedido. Y mucho sucedió. No había llegado a su casa sólo para cambiar de vestido. Tomó el pequeño puñal que su padre usaba para sacrificar los terneros o las reses viejas clavándoselos en el testuz. Ella lo había visto hacer eso muchas veces, y conocía el sitio exacto donde se debía dar el golpe. Lo dio con fuerza y tino, y el hombre quedó muerto sobre ella sin más que algunos espasmos y estertores. Ni siquiera sangró, o si hubo sangre se le quedó entre el cabello, y no alcanzó a mancharle el vestido, que él no le quitó en las urgencias de la posesión. Salió de la casa entre la mirada curiosa de la servidumbre, subió al carruaje y le dijo a su novio una palabra sola: “Vámonos”. No se detuvieron hasta que el caballejo ya no pudo andar, Luego caminaron por el monte hasta encontrar la vía del tren. Cuando pasó el primero treparon a un vagón de carga. Ahí pasaron la noche y todo el día siguiente sin comer ni tomar agua. No les importó: en el vagón se amaron, y supo el esposo que la única primera sangre que tuvo el amo fue la suya propia. Cuando llegaron a una ciudad bajaron del tren y Teresa le preguntó a un señor que andaba por ahí: “¿Tiene algún trabajo que mi marido pueda hacer? No hemos comido en más de un día”. El señor era don Ignacio de la Peña, que había ido a la estación a embarcar un ganado. Los llevó a comer y luego se los trajo al Potrero. ¿Qué te pareció la historia, Armando? ¿No crees que está como para escribirla?... FIN.