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Santa Claus reparte juguetes

Por Catón

Diciembre 23, 2025 03:00 a.m.

A

Soy tempranero como el gallo, aunque no tenga ya sus potencialidades. A las 5 de la mañana estoy en pie después de haber dormido 5 horas. No son achaque de senectud el poco dormir y el pronto despertar: los llevo en mí desde la adolescencia. Eso me permitió leer, leer, leer. "El corsario negro", de Salgari; "La vuelta al mundo en 80 días", de Verne; "Los tres mosqueteros", de Dumas. Don Mariano y doña Carmen, mis papás, se preocupaban por mi falta de sueño, si no de sueños, y me llevaban con el doctor Gonzalo, el médico de la familia. Aquel sabio señor escuchaba con paciencia su zozobra, y tras una chupada a su eterno cigarro los tranquilizaba: "Déjenlo. Así es él". También yo me tranquilizaba, pues iba temeroso de que el doctor me recetara una purga de aceite de ricino, remedio universal para la desdichada infancia de aquel tiempo. En este momento ya es de mañana. Todos los días son de mañana mientras haya vida y esperanza. Estoy en mi sillón de siempre. He preparado mi café y lo he bebido a sorbos lentos. Leí ya en mi tableta las noticias. Los periódicos que salen cada día, y los niños que cada día nacen, son constancia de que el mundo sigue dando vueltas. Jugué una enconada partida de ajedrez contra mi computadora a fin de echar a funcionar la mente. A las 8 en punto el sol ha entrado sin permiso por el ventanal y me ha iluminado por dentro y por fuera. Es bueno comenzar el día en sol mayor. Frente a mí, en la mesa de centro, se halla una imagen navideña que en estos días siempre pongo ahí. Me la regaló hace medio siglo el padre Roberto Infante, de Monterrey, uno de mis más inolvidables personajes. Fundó en su parroquia un comedor para pobres al que acudían diariamente centenares de hombres y mujeres, y aun niños y ancianos, de los barrios más marginados y más bravos de la ciudad. El padre recibía personalmente a sus comensales, entre los cuales había borrachos, prostitutas, ladrones, drogadictos. No les pedía que se persignaran o dijeran alguna oración; sólo que se lavaran las manos antes de comer. Muchas veces compartí con él y con Pepe Cárdenas Cavazos, generoso amigo de ambos, la misma comida que se servía a los demás: sopa de arroz, caldo de res con su carne, frijoles y tortillas, postre, agua de frutas.  La imagen que me regaló ese apóstol de los pobres representa a un Santa Claus arrodillado frente al Niño Dios en su pesebre. Preciosa estampa es ésa que da respuesta a la gran duda de mi primera infancia: ¿quién me trae los regalos: Santa Claus o el Niño Dios? Ahora lo sé: el Niño Dios da los regalos; Santa Claus los reparte. Así de sencillo, como dice el maestro Cedillo en sus jugosos artículos de Vanguardia. En cuestión de arte soy un heterodoxo, lo mismo que en todas las demás cuestiones. Uno de mis pintores favoritos -él se consideraba sólo ilustrador- es el americano Norman Rockwell. No dudo en decir algo que para muchos diletantes -y para otros tantos negociantes- será nefando sacrilegio y soberana pendejez bursátil: daría dos cuadros de Frida Kahlo por uno de Norman Rockwell. Mi gusto es, y quién me lo quitará. En una portada navideña de "The Saturday Evening Post" pintó Rockwell a un niño con gesto estupefacto de interrogación y asombro porque al abrir un cajón de su papá vio ahí un traje de Santa Claus. Hay mitos que no se deben desmitificar, pues sin ellos la vida, película en glorioso Technicolor, se vuelve en blanco y negro. Yo sigo creyendo en Santa Claus, y les agradezco a mis hijos que de niños me hicieran creer que todavía creían en él... FIN.