Vientos mendocinos

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Veo a las tiernas hojas de mis parras capotear al viento inclemente, hacer lo posible por asirse con su frágil brazo al cuello de su rama, que se queda temblando de impotencia al no poder defenderlas de sus ráfagas. Aquilón sopla frenético, intenta arrancarle al sarmiento sus pámpanos párvulos, como queriendo encarnarse en sus esmeraldas, concretarse en esa materia que busca desde que lo parió la Aurora. Veo a un zarcillo que no resiste su frenesí, se suelta y vuela con alas verdes dando tumbos hacia la nada. La hoja se pierde en el cielo y pienso en el vino de los vientos, en la comarca azotada por el zonda, pienso en Mendoza.

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Al pie de la cara oriental de la cordillera, que detiene con sus pabellones infranqueables a las nubes que surgen del Pacífico, los viñedos se defienden con brío de los ventarrones primaverales, abrevan en las aguas del deshielo de los Andes y se asolean plácidamente durante el verano austral para ofrecer en marzo un concierto de color que llama a la vendimia. Aquí reina la malbec, acompañan la bonarda, la cabernet sauvignon, la cabernet franc, la merlot, la syrah, la chardonnay, la torrontés. 

Argentina es el país criollo por excelencia. El estilo de sus vinos refleja esa tradición y, a la vez, esa independencia. En sus mejores ejemplos tunuyaninos, la malbec tiene una potencia frutal que rivaliza con la del mejor cabernet de la costa oeste de E.U.A. y con el mejor shiraz australiano, pero, generalmente, a una fracción del precio; por el otro lado, las técnicas de viticultura y vinificación son tan minuciosas como en las regiones europeas más afamadas. 

Así como el tequila (quizás el mezcal ahora y antes el pulque -ojalá nunca la Coca Cola-) es nuestra bebida nacional, la de Argentina es el vino. La patria albiceleste, quinto productor global, posee una identidad vinícola bien reconocida alrededor del globo y, además, tiene un consumo interno muy importante, la mayor cifra porcentual en Latinoamérica. 

Pero no todo es malbec en la Argentina. Sus blancos de torrontés, elegantes y perfumados, con intensos aromas florales, confirman esa valiosísima identidad: se han ganado un sitio en las cartas de vino de los restaurantes más cosmopolitas del mundo. Esta uva blanca crece mejor al norte de Mendoza, en Salta -el viñedo más alto de la tierra-, y al sur, en la Patagonia, donde también se encuentran algunos de los suelos más prometedores para la pinot noir. 

La creciente diversidad de estilos y uvas trasciende el maridaje ubicuo de los asados, de su propia gastronomía, verbigracia: sus espumosos acompañan con gran fortuna la tradición culinaria más exótica que pueda imaginarse. Baste proponer un mole oaxaqueño con Bohème, de Luigi Bosca, o un pad thai junto al extra brut Stradivarius, de Bianchi.

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Suena ahora un tango. El bandoneón retumba y forma círculos concéntricos en el líquido de la copa. Los púrpuras del centro se proyectan rítmicamente hacia el rosa eléctrico de la aureola. En la nariz, las moras nocturnas, las violetas y la rama de vainilla se entrelazan como las rodillas de una pareja porteña. Vuela mi hoja dentro de un son eólico. Sueñan mis parras con el terruño mendocino.

@aloria23

aloria23@yahoo.com

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