logo pulso
PSL Logo

Y escuchemos las historias

Por Yolanda Camacho Zapata

Marzo 23, 2021 03:00 a.m.

Cuando doy clase de Lexicología y Argumentación, me gusta iniciar el curso con una escena de la serie  Juego de Tronos; la final, para ser precisa. Sin afán de echar a perder nada, porque para estas alturas a quien le interesó la serie, ya la vio; después de 73 episodios muriendo y matando por gobernar los Siete Reinos, resulta que en cónclave se decide que reinará el más improbable, aquél que ni peleó por el trono, ni fue el guerrero más osado. Tyrion, el personaje menospreciado por ser un enano, pero también el más inteligente, da la razón, que es simple: Bran El Roto, es el que tiene la mejor historia, así que él gobernará. El enano lo explica así: “¿Qué une a las personas? ¿ejércitos? ¿oro? ¿banderas? Historias. No hay nada más poderoso que una buena historia. Nada puede detenerla. Ningún enemigo puede derrotarla.” Bran tenía la mejor historia, el chico de buena familia, hecho inválido por la maldad y la ambición, aquél que se fue a tierras peligrosas siguiendo un instinto, sobrevivió y se convirtió en un ser mítico, el que concentra en su persona el pasado de los reinos y puede ver el futuro. Bran gobernará no por ser el más apto, sino porque nadie tendrá una narrativa mejor que lo acompañe.

Creer que las historias son vanas y que las palabras no son más que hojas que se lleva el viento, es una de las tantas mentiras que colectivamente hemos insistido en perpetuar. Si una acción vale más que mil palabras, una palabra previamente fue la que asignó valor a esa acción. Las acciones son importantes, pero las palabras pesan tanto o más que cualquier acción. 

Yuval Noah Harari afirma que una de las cuestiones que diferencian a nuestra raza de otros animales, es la capacidad que tenemos para inventar cosas que no existen. Bien podríamos únicamente limitarnos a ver un caballo y describirlo, pero no. Los humanos hemos creado  unicornios y pegasos. Podemos hacer de las constelaciones seres  que guían los destinos de una vida y no nada más la dirección de los barcos. Hemos creado ficciones como las sociedades de responsabilidad limitada, los dioses y sus religiones y el estado. Todo ello ha salido de la capacidad que tenemos para imaginar e inventar. ¿En qué nos convierte ser una raza que cree en más de lo que tangiblemente existe? Más allá de ser un grupo de ingenuos, creer en algo que no se ha comprobado que está, ayuda a crear lazos de cooperación que quizá no tendríamos de otra manera. Noah Harari lo pone de manera simple: ningún simio compartiría su banana con simios completamente extraños a él, bajo la promesa de que en el cielo de los simios, un dios lo recompensará con miles de bananas celestiales. Los humanos sí lo hacemos. Podemos despojarnos de lo que nos importa para darlo a desconocidos por el simple hecho de creer en la caridad cristiana. O budista, o musulmana.  

Ahora bien, ningún mito es mito si no lo acompaña una historia convincente, unos personajes  que representen algo significativo para la sociedad y un escenario que resulte familiar. Las palabras dan forma a aquello que no podemos tocar y mucho menos comprobar.

La política debería de ser lo más parecido posible a una ecuación matemática, preferentemente no  muy compleja para que sea entendida por todos. Debería haber valores asignados, predicciones basadas en esos valores, sin admisión a interpretaciones y finalmente con resultados inobjetables que, indudablemente, tendrán que ver con el valor universal  que se le da a un símbolo aritmético. Sin embargo, nada dista más de la realidad. La política es un juego pasional, irreflexivo, básico, un instinto primario de conservación y poder. 

Por eso, tiene todo el sentido del mundo que a pesar de tratar de racionalizarla a través de encuestas, expedientes e historiales, la partida acabe siendo ganada por aquél que acabe contando la mejor historia. La capacidad, los antecedentes, la objetividad, son dejadas de lado porque somos seres que creamos lo increíble, anidamos en lo improbable y somos seducidos por las historias mejor contadas, no las más veraces. Nietzsche lo entendió bien: “La irracionalidad de una cosa no es argumento en contra de su existencia, sino más bien, una condición de la misma”. Tomémoslo en cuenta los siguientes meses, y escuchemos las historias.