Autocracia popular
La elección del domingo pasado fue un paso franco para lograr un cambio de régimen. No fue solamente un voto por un nuevo gobierno, un nuevo reparto de asientos en el congreso, un relevo en los poderes regionales. Fue una elección que construye una nueva hegemonía. Un bloque de poder que se impone en casi todos los rincones del territorio nacional, que consigue el respaldo de viejos y de jóvenes, del campo y de la ciudad, de universitarios y personas de baja escolaridad, de pobres y de sectores medios.
Es necesario tratar de entender las razones de esta votación que ha sorprendido a todo mundo. Ni los voceros más confiados del oficialismo imaginaban este resultado. Las elecciones revelan lo que suele estar oculto y nos exigen volver a pensar lo que habíamos pensado. El voto oculto tenía intenciones distintas a las que imaginábamos; la votación del 18 no era el tope de la votación para Morena. La clase media no tenía esa urgencia por liberarse del gobierno que algunos habían tomado por evidente. Mucha autocrítica está pendiente. Pero no quiero usar este espacio para pensar en las razones del voto sino en su mensaje y, sobre todo en sus efectos.
El primer efecto de la elección es la consolidación de una hegemonía. Uso esta palabra para decribir un predominio tal en el sistema político que anula la competencia y nulifica los equilibrios. Morena no es simplemente un partido mayoritario: un partido que ha ganado dos elecciones presidenciales seguidas y que ha extendido su mando por todo el territorio. Se ha convertido en un partido hegemónico porque se ha vuelto prácticamente la única escalera al poder. Que la semana pasada se haya impuesto aún donde sus gobernadores han sido reprobados enfáticamente prueba que en esos territorios no hay otra sopa que la de Morena. Tenemos una alberca a la que brincan todos los ambiciosos. La esperanza de panistas y priistas que quieran volver al poder tiene un camino claro: hacerse morenistas.
Por supuesto, no hay hegemonía sin la comparsa de las oposiciones. Esa es una de las grandes victorias del partido hegemónico: tiene la oposición con la que soñaba. Carente de propueta y de liderazgos; encapsulada en sus propios prejuicios, negada a tocar la realidad, ha perdido sentido de futuro. La derrota del PRD fue la última. Las derrotas del PRI y del PAN no parecen provisionales. Tenemos una oposición sin horizonte. Y mientras tanto, los dirigentes que se regalaron un asiento en el Senado, siguen aferrados a su puestos.
Por primera vez en décadas, la voz de la oposición será numéricamente irrelevante. La oposición ocupará curules, pero hará de espectador. Debemos seguir la controversia sobre la sobrerrepresentación y escuchar los argumentos que han expuesto los exconsejeros Murayama y Córdova sobre las trampas con las que se pretende inflar la bancada del oficialismo. Soy poco optimista. El oficialismo podrá definir por sí mismo cómo se usa el dinero público y cómo se revisa el gasto. Podrá reescribir la ley sin consulta alguna y, al parecer, podrá cambiar la constitución si consigue un par de votos en el Senado. Lo que es más alarmante es que a ese poder sin restricciones institucionales debe agregársele un mandato explícito: concluir la demolición de la democracia constitucional. En campaña, la candidata Sheinbaum aceptó la agenda que le impuso su tutor. Pidió el voto para decapitar a la Corte y a los árbitros electorales. Pidió el voto para eliminar las instituciones autónomas. Esa fue la propuesta que le impuso el presidente y que ella aceptó sin reserva.
Tras su victoria, Sheinbaum ha tratado de enviar señales de serenidad. Ha hablado de diálogo y de apertura, pero no ha revisado su propueta de campaña Su oferta es una oferta vacía porque propone darle al despotismo, modales. De poco sirve la apertura si el propósito innegociable es usar la guillotina contra las instituciones constitucionales. El diálogo es engaño si el desenlace de la decapitación está anunciado. Hoy no está en duda la naturaleza del nuevo régimen. Se trata de una autocracia popular. Una gobierno con respaldo electoral que ha perdido equilibrios y que se propone explícitamente terminar de liquidar los que subsisten. Sheinbaum propone un despotismo con modales. Que los mercados se lo traguen.