Decir adiós
Era muy joven yo cuando llegué a la dirección del Ateneo Fuente, la institución educativa más antigua de Coahuila. Uno de los más graves problemas con que me encontré fue el de los maestros reprobadores, esos malignos seres que alimentan su ego reprobando a casi todos sus alumnos, pues piensan neciamente que con eso adquieren fama y respetabilidad de profesores serios. En todas partes es posible hallar tales especímenes, sobre todo en el infierno. La nefasta tradición fue implantada en el Ateneo por el ingeniero Octavio López, catedrático de Matemáticas. Don Artemio de Valle Arizpe fue su alumno, y al paso de los años escribió acerca de él con virulenta pluma mojada en tósigo o veneno. Llegó a decir que todavía en su edad adulta se le aparecía ese odioso dómine en horribles pesadillas, con su rostro feroz y sus destemplados gritos de indio chichimeca. Los maestros reprobadores con quienes me topé como director de aquel glorioso colegio lo eran sobre todo en las asignaturas de Matemáticas, Física y Química. Por su culpa muchos estudiantes no podían terminar su bachillerato, con lo cual se frustraban no sólo muchas vocaciones, sino también muchas vidas. Hablé con cada uno de esos mentados mentores. “¿Cómo es posible -les preguntaba- que alumnos y alumnas que en todas las demás materias tienen promedio de 10 limpio con usted saquen calificación de 2, y aun de cero?”. Les decía que al reprobar a todo el grupo ellos mismos se reprobaban como maestros. Me oían como quien oye llover, o con mayor indiferencia aún. Entonces se me ocurrió una idea. Los más de esos perniciosos entes eran profesionistas, pero no profesores. Quiero decir que no sabían nada de pedagogía, de ciencias de la educación. Había que proveerlos de algunos elementos de esas disciplinas acerca de las cuales, sabihondos como eran, lo ignoraban todo. Quien les impartiera ese conocimiento tenía que ser de fuera, para mayor efecto. Llamé en mi auxilio entonces a la Universidad Autónoma de Nuevo León -su excelente rector era por entonces Luis Eugenio Todd-, que me envió a una joven maestra a quien le expliqué el problema que tenía. Dio un curso de dos semanas, una hora por día, fuera del horario de clases, a los altivos señores. Recalcitrantes al principio, se rindieron bien pronto a las enseñanzas de su instructora, que a su saber añadía un encanto personal que la hacía agradable a todos. El curso aquel fue un éxito. Así fue como conocí a María Elena Chapa Hernández, con quien desde entonces entablé una amistad que duró hasta el final de su vida. Con el tiempo ella destacó brillantemente en la política -fue la primera senadora que tuvo Nuevo León-, en el servicio público, la educación y, sobre todo, en la defensa de los derechos de la mujer, tarea en la cual se distinguió nacionalmente y en lo internacional. Enferma ya me enviaba mensajes en los cuales le pedía a la vida “un ratito más” para poder concluir trabajos relacionados con su lucha de infatigable feminista. Ayer me enteré de su fallecimiento por una extensa nota que le dedicó “El Norte” y por un bello y entrañable texto de Andrés Meza en el periódico digital de Ángel Quintanilla. Me conmovió el pésame que a su hija Cordelia, a su hijo Homero y a todos los familiares de María Elena envió el ingeniero Óscar Herrera Hosking, ex presidente municipal de Monterrey, de quien guardo gratísimos recuerdos, así como la condolencia de Apodaca y de su talentoso alcalde, don César Garza Villarreal. Decir adiós a una amiga como María Elena Chapa es como despedirse un poco de uno mismo. Pero la semilla que sembró fue mucha, y ella seguirá viviendo en los abundantes frutos de su ejemplar vida y su admirable obra. FIN.
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