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Patria

Por Yolanda Camacho Zapata

Septiembre 12, 2023 03:00 a.m.

A

Conforme pasa el tiempo, más doy la razón a José Emilio Pacheco: no amo a mi patria.  Al menos no a la del fulgor abstracto inasible. Así lo escribió en Alta Traición, el poema que ronda mi mente cada que empieza septiembre. La patria que ahora es mía no es aquella que me enseñaron de pequeña. La patria de antes estaba llena de escenarios teatrales, gestas trepidantes, héroes forjados en bronce. 

La patria de antes, eso sí, era mucho más fácil de entender. Había siempre, como en cuento infantil, un inicio bien marcado, un nudo que resolver, un clímax siempre en tensión y después un desarrollo armonioso que llevaba al buen fin. En esa patria, los personajes estaban claramente divididos en dos bandos: unos eran buenos, otros eran malos. Así no había confusiones y uno, lector incipiente, tenía todo puesto para entregarse a ver quién ganaba, y, por supuesto, siempre eran los buenos. El bando de los buenos siempre estaba cargado de nobles ideales, sentimientos justos, entregas incondicionales, actos de sacrificio. Evidentemente, los héroes patrios tenían muy claramente definidos sus objetivos, las estrategias finamente trazadas, las alianzas hechas. Los malos resultaban vasallos de intereses malsanos, actuaban motivados por la ambición y el egoísmo, sus fines eran individualistas y desconsiderados. Para ellos no había patria, había negocios y la terca idea de conservar por siempre y para siempre el poder. 

Bajo esas premisas no había espacio para la duda: esta patria era el producto de un trazo recto, abnegadamente diseñado por hombres visionarios. Y sí, eran puros hombres, claro, salvo Doña Josefa, que ahí por no dejar, pasó desde el principio la meta de aquellos sobre los cuales se escribe en los libros de texto. El resto, estaban olvidadas, como si no hubiesen existido. Aún así, uno podía sentirse del otro lado de la Historia: ya no había mucho por hacer, lo difícil ya lo habían realizado siglos atrás, a nosotros nos tocaba, nada más, conservar aquello y dejarlo bonito. Ponerle flores.

La cosa es que al abandonar la Historia en su versión cuento infantil, empiezan a mostrarse aquellos claroscuros que son mucho más difíciles de explicar y que entran en terrenos pantanosos y mucho más complejos. Los héroes empiezan a caer cuando uno se da cuenta de que no todos eran un dechado de virtudes. Algunos fueron infieles, orgullosos, irresponsables, hasta crueles. Otros, francamente, no tenían muy claro a dónde iban, por qué peleaban, qué buscaban. Muy pocos tenían por cierto qué iba a pasar con el país una vez que ellos ganaran, cómo iban a gobernar, o qué estructura iba a necesitar. Varios no tuvieron ni la remota idea de qué presupuesto necesitarían para recomponer el país a su gusto, porque aquello no se haría con varita mágica. Muchas veces entre ellos no se toleraban, o por lo menos, tenían un profundo recelo entre unos y otros. No eran ángeles, ni santos, eran simplemente humanos. Entonces, la patria no era producto de una línea recta, claramente escrita y perfectamente bien definida. 

Y sin embargo, toda aquella incertidumbre, todos aquellos espacios grises, los volvían, escalofriantemente, mucho más nuestros. La patria no es un trabajo inacabado, listo para envolver. La patria entonces sí se vuelve nuestra, porque le faltan un montón de cosas, porque grita por ayuda.  Pacheco escribió “Pero, aunque suene mal, daría la vida por diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques de pinos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos”.  Sí, quizá dos o tres ciudades, una decena de personas, un puñado de modestos ideales. La patria con el tiempo se vuelve menos glamorosa, pero mucho más terrenal, mucho más nuestra.