Tuve un día del nabo, de esos donde el único objetivo razonable era regresar a mi casa, tomar posesión de una esquina, asumir posición fetal y lentamente balancearme en mi miseria. Así que me senté frente al volante y busqué música adecuada para el hoyo depresivo en el que pensaba sumergirme. Lo primero que pensé fue un desgarrador pero entonado “-¡Dejenmeeeee si estoy llorando!-“ y encontré en Spotify a los Ángeles Negros, a Nelson Ned, Carmela y Rafael y a El Gran Silencio. Como no hay nada mejor que cantar a pulmón batiente una depresión temporal en la intimidad del carro, y a sabiendas que el Gran Silencio usa unos acordes bien buenos como para cabecearle roqueramente (que haya depre no significa que uno deba quedarse inmóvil), pues me aventé unas cuatro veces la rola, hasta que llegué a mi casa. Claro, canté a todo lo que mi garganta me permitió, moví la cabeza en los altos al ritmo de la música y vieran que me sentí mejor cuando llegué a casa con aquello de “Si me ven que estoy llorando, es que a solas voy sacando, la nostalgia que ahora vive en mi”.
Yo no sé a ustedes, pero a mí me ha venido bien asumir las tristezas. Me acordé que hace algunos meses iba caminando muy temprano por el parque y delante de mi venía una pareja joven con un niño de unos seis años que me llamó la atención porque tenía el brazo derecho enyesado y con cabestrillo. El chavito venía quejándose de que tenía comezón, que quería bajar el brazo, que le quitaran el cabestrillo, que lo llevaran a la escuela, que ya llevaba una semana, que estaba aburridísimo. Y conforme iba avanzando en quejas, la voz le cambió de un tono de enojo, a un puchero profundo y acabó llorando. Los papás ipso facto le dijeron que no pasaba nada, que pensara bonito, que no llorara, que había que ser súper felices siempre. Ahí si me dio cosa. Me imaginé a mí misma tratando de ser súper feliz siempre. Nomás de pensarlo acabé exhausta. Entiendo bien que los papás trataban de hacer sentir mejor a su chavillo, aunque francamente, de manera no muy realista, porque, de entrada, sí pasaba algo: el chavo tenía un brazo fregado y negarlo con un “no pasa nada”, no borraba que sí estaba pasando algo negativo. Segundo, está canijo “pensar bonito” cuando algo duele, mucho más si tienes seis años y jugar con ambos brazos es primordial para el recreo. Tercera, muchas veces llorar es liberador, mucho más que tragarse las lágrimas y que aniden en el corazón sin saber qué hacer con ellas, entonces ¿por qué no llorar? Decía algún trovador que “llorando se remiendan los quebrantos” y no le faltaba razón.
Me quedé pensando en el moconetito del parque y busqué algunos artículos sobre los beneficios de la tristeza, si es que había algunos. Palabras más, palabras menos, resulta que se ha encontrado que la tristeza y en general los estados anímicos calificados como negativos tienen, bien manejados, varios beneficios: mejoran la memoria al poner atención en cosas que usualmente pasamos por alto, ayudan a formular juicios más precisos, reducen la excesiva culpabilidad, nos hace mucho más persistentes que las personas en buen estado anímico y favorecen la comunicación al abrir sentimientos contenidos (Lean, por ejemplo, “Don´t Worry, be sad! On the cognitive, motivational and interpresonal benefits of negative mood”, de Joseph F. Forgas).
Luego, escuché en TED una conferencia de la doctora Susan David, quien afirma que, en estas épocas, ser positivo resulta una nueva forma de corrección moral. Hemos tomado como costumbre negar el mundo interior, que, por más que deseemos, no va está relleno de algodón de azúcar. La doctora David encontró que, de 700 personas sujetas a estudio, un tercio se juzga a sí misma negativamente por tener “malas emociones” o bien, se siente avergonzada de albergar sentimientos como la ira, la tristeza, el dolor o el coraje. Ese mismo porcentaje desea nulificar estos sentimientos o bien ignorarlos, sintiendo hasta vergüenza por reconocerse “débil”. Sin embargo, desear tal cosa es imposible: únicamente los muertos no sienten. Así, abrazar una falsa actitud positiva hace que perdamos la capacidad de lidiar con el mundo tal cual es, no como quisiéramos que fuera y nos merma la resiliencia que permite tomar los pasos correctos hacia un cambio de ruta.
Llegando a la casa, aunque me sentía mejor gracias a las letras de Nelson Ned (he aquí una frase que jamás pensé escribir), me quedé un rato abrazando mi tristeza y frustración. No me senté en ninguna esquina porque el suelo estaba bien frio y acabo de salir de una tos de perro bruta, pero sí me puse una mantita en las piernas nomás por puro confort. Luego, pensé. Y listo, me dio calor, me quité la cobijita de los pies y me puse a hacer unos panqués de plátano, porque a mí cocinar me ayuda a agilizar la mente. Recordé al chavito del cabestrillo y me comí un panquecito a su salud mental. Ojalá que lo dejen si está llorando, porque a veces, uno nomás quiere estar solo con su dolor. ¿Y qué?
Yo no sé a ustedes, pero a mí me ha venido bien asumir las tristezas. Me acordé que hace algunos meses iba caminando muy temprano por el parque y delante de mi venía una pareja joven con un niño de unos seis años que me llamó la atención porque tenía el brazo derecho enyesado y con cabestrillo. El chavito venía quejándose de que tenía comezón, que quería bajar el brazo, que le quitaran el cabestrillo, que lo llevaran a la escuela, que ya llevaba una semana, que estaba aburridísimo. Y conforme iba avanzando en quejas, la voz le cambió de un tono de enojo, a un puchero profundo y acabó llorando. Los papás ipso facto le dijeron que no pasaba nada, que pensara bonito, que no llorara, que había que ser súper felices siempre. Ahí si me dio cosa. Me imaginé a mí misma tratando de ser súper feliz siempre. Nomás de pensarlo acabé exhausta. Entiendo bien que los papás trataban de hacer sentir mejor a su chavillo, aunque francamente, de manera no muy realista, porque, de entrada, sí pasaba algo: el chavo tenía un brazo fregado y negarlo con un “no pasa nada”, no borraba que sí estaba pasando algo negativo. Segundo, está canijo “pensar bonito” cuando algo duele, mucho más si tienes seis años y jugar con ambos brazos es primordial para el recreo. Tercera, muchas veces llorar es liberador, mucho más que tragarse las lágrimas y que aniden en el corazón sin saber qué hacer con ellas, entonces ¿por qué no llorar? Decía algún trovador que “llorando se remiendan los quebrantos” y no le faltaba razón.
Me quedé pensando en el moconetito del parque y busqué algunos artículos sobre los beneficios de la tristeza, si es que había algunos. Palabras más, palabras menos, resulta que se ha encontrado que la tristeza y en general los estados anímicos calificados como negativos tienen, bien manejados, varios beneficios: mejoran la memoria al poner atención en cosas que usualmente pasamos por alto, ayudan a formular juicios más precisos, reducen la excesiva culpabilidad, nos hace mucho más persistentes que las personas en buen estado anímico y favorecen la comunicación al abrir sentimientos contenidos (Lean, por ejemplo, “Don´t Worry, be sad! On the cognitive, motivational and interpresonal benefits of negative mood”, de Joseph F. Forgas).
Luego, escuché en TED una conferencia de la doctora Susan David, quien afirma que, en estas épocas, ser positivo resulta una nueva forma de corrección moral. Hemos tomado como costumbre negar el mundo interior, que, por más que deseemos, no va está relleno de algodón de azúcar. La doctora David encontró que, de 700 personas sujetas a estudio, un tercio se juzga a sí misma negativamente por tener “malas emociones” o bien, se siente avergonzada de albergar sentimientos como la ira, la tristeza, el dolor o el coraje. Ese mismo porcentaje desea nulificar estos sentimientos o bien ignorarlos, sintiendo hasta vergüenza por reconocerse “débil”. Sin embargo, desear tal cosa es imposible: únicamente los muertos no sienten. Así, abrazar una falsa actitud positiva hace que perdamos la capacidad de lidiar con el mundo tal cual es, no como quisiéramos que fuera y nos merma la resiliencia que permite tomar los pasos correctos hacia un cambio de ruta.
Llegando a la casa, aunque me sentía mejor gracias a las letras de Nelson Ned (he aquí una frase que jamás pensé escribir), me quedé un rato abrazando mi tristeza y frustración. No me senté en ninguna esquina porque el suelo estaba bien frio y acabo de salir de una tos de perro bruta, pero sí me puse una mantita en las piernas nomás por puro confort. Luego, pensé. Y listo, me dio calor, me quité la cobijita de los pies y me puse a hacer unos panqués de plátano, porque a mí cocinar me ayuda a agilizar la mente. Recordé al chavito del cabestrillo y me comí un panquecito a su salud mental. Ojalá que lo dejen si está llorando, porque a veces, uno nomás quiere estar solo con su dolor. ¿Y qué?

