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Derechos Humanos, la esperanza del mundo

Por Jorge Andrés López Espinosa

Diciembre 14, 2020 03:00 a.m.

A

El 10 de diciembre es una fecha muy significativa y especial para toda la humanidad, pues el mundo recuerda y conmemora el evento en que mujeres y hombres de distintas nacionalidades, de ideologías políticas incluso antagónicas y de muy diversos credos religiosos, coincidieron en una idea, una sola idea fundamental: “Que todos los seres humanos nacemos libres e iguales”. Con esta sencilla pero significativa proclama, inicia el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, convirtiéndose este magno documento desde 1948 en un catálogo mínimo, sobre el que se ha construido todo un andamiaje no sólo de reconocimiento de los derechos esenciales del ser humano, sino en el referente de su promoción, protección y defensa. Por única vez en la historia de la humanidad se alcanzó un consenso con respecto al valor supremo de la persona: la dignidad, un valor que no se originó en la decisión de un poder temporal, sino en el hecho mismo de existir, en el maravilloso derecho de vivir sin privaciones ni opresión, y que cada persona desarrolle libremente su propia personalidad. Concepto retomado recientemente por la Suprema Corte Mexicana, que reconoce que desde el Estado no se pueden ni se deben imponer modelos, mucho menos cartillas de comportamiento moral, por eso, desde el libre desarrollo de la personalidad, de esa libertad de libertades, en el mundo y en México cabemos y podemos coexistir todas y todos, con respeto a nuestras diferencias, por lo que nunca debemos perder la esperanza de ver un día cristalizado el sueño de una humanidad fraterna, cobijada por el evangelio laico que representan los derechos humanos. El ser humano por naturaleza es un ente imperfecto, lleno de vicios, pero también de nobleza y virtudes, -quien escribe esta columna-, sostiene y sostendrá que la naturaleza de todas las personas es de una proclividad y tendencia al bien, ningún ser humano nace para dañar a otro, me resisto a creer que esa sea la naturaleza humana, basta observar la convivencia de las niños y los niños, entre ellos no hay distinción, no hay clases sociales, ni credos, ni razas, ellos se asumen sólo como personas; pero con el paso del tiempo aprenden lo que la vida adulta les comienza a enseñar, comienzan a deponer entre sus prioridades el tener por el ser, lo que ha arruinado en gran medida la fraternidad humana. Ese es el espíritu que tiene intrínseca la Declaración Universal de los Derechos Humanos, recordarnos que somos una especie que cohabitamos un planeta de recursos finitos, que nuestras construcciones sociales y creencias no pueden tomarse nunca más como dogmas de fe para imponerse a los otres, que amar en este planeta es tan diverso como lo es el arcoíris después de la lluvia, que ante el fin de la vida el rico y el pobre llegarán invariablemente al mismo destino, que el Corán y la Biblia enuncian caminos con un destino similar: el amor. Asumir que todos los seres humanos nacemos libres e iguales es el alfa y el omega, pues sienta los principios de la fraternidad humana y una ruta aspiracional final, donde las fronteras imaginarias entre naciones un día ya no existirán, donde nos reconoceremos finalmente como hermanos pertenecientes a una misma especie; ese ha sido siempre el mensaje de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sustentar a partir de sus tres decenas de Principios un nuevo orden mundial, un orden que inicia con la dignidad del otro, pero que respeta al resto de las especies y su entorno, sin imposiciones en búsqueda de una paz perpetua y asumiéndolos como una forma de vida. 

Hasta la próxima.  

jorgeandres.manoizquierda@gmail.com