Dignificar la izquierda
No hay razón ni necesidad para caer en el lodazal. La disputa por el poder no puede ni debe convertirse en un intercambio de epítetos cada vez más burdos y soeces para descalificar al contrario. Que si Claudia Sheinbaum es judía búlgara o Xóchitl Gálvez no es más que una señora mal hablada enfundada en un huipil, no pueden sustituir la verdadera discusión que tendríamos que hacer sobre sus respectivos proyectos para conducir los destinos del país. Lo que estamos viviendo, por desgracia, es un intercambio de venenos sin el menor intento de argumentar razones, más allá de la burla que humilla o disminuye. La conversación pública substituida por redes sociales destinadas a golpear y distorsionar para dañar al rival.
Ninguna de las dos partes se salva. En este espacio he cuestionado el uso que hace el presidente Andrés Manuel López Obrador de los recursos del gobierno para atacar a los adversarios políticos, particularmente tratándose de la sucesión. No es el papel de un jefe de Estado hacer las veces de jefe de campaña de su partido, empeñado en destruir la imagen de precandidatos de la oposición; mucho menos meterse en los procesos internos en los que se encuentran otros partidos para designar a su abanderado. Me parece que al hacerlo así se daña a sí mismo; a la imagen de honestidad que cultivó durante tantos años, al deseo de pasar a la historia como un servidor público republicano y patriota, con aspiración de ser un mandatario para todos. De lo que venimos huyendo es de gobernantes que utilizan el poder para impedir que otras facciones políticas se los quiten. La Cuarta Transformación tendría que ser ejemplar en ese sentido y, por desgracia, esta fallando. No es tarde para enmendarlo.
El obradorismo ha intentado justificar este intercambio de agresiones como la respuesta que había que dar al ataque masivo y sistemático del que ha sido víctima. Y, en efecto, la constelación de intereses de los poderes fácticos, contrarios al gobierno del cambio, recurrieron a esta estrategia de descalificaciones incluso antes de que AMLO llegara a Palacio Nacional. Ante la derrota de 2018, la oposición no encontró otra forma de respuesta que el ataque a la imagen del presidente, en lugar de intentar una propuesta política atractiva para recuperar a los votantes que había perdido. Propuesta que todavía está pendiente, más allá de su proclama de quitarle el poder a Morena.
Pero creo que un movimiento que ha planteado al país la necesidad de mirar por lo pobres y combatir la enorme desigualdad, tendría que actuar de otra manera. El obradorismo posee un capital ético político que no debería diluirse en torneos de mezquindades, destinados a premiar al más ingenioso para el insulto, al que tenga el micrófono más grande o los mejores motores en redes sociales.
Más allá de los aciertos y errores cometidos por un gobierno de alternancia como el de la 4T, la propuesta sigue vigente y es absolutamente digna y pertinente: por razones de justicia social, de gobernabilidad y sentido común, pongamos el énfasis en la distribución, sin sacrificar el crecimiento pero sí cambiando la prioridad. Esa sigue siendo la propuesta básica de la izquierda, más allá de la polvareda o los sombrerazos. Y a esa habría que remitirse.
No es necesario enlodar a Xóchitl Gálvez o a cualquiera de los candidatos de la Alianza. Más allá de que no se coincida con la visión de país de muchos de los que quieren convertirla en presidenta, habría que confiar en la legitimidad de los argumentos, las convicciones y los abanderados que representan la propuesta de la 4T. Con todos sus defectos, Morena ofrece más esperanzas que el PRI o el PAN; Claudia Sheinbaum o Marcelo Ebrard son cuadros más profesionales y sólidos que cualquiera de sus adversarios, y allí están sus trayectorias.
Los dirigentes de Morena, y el presidente mismo, deberían tener más confianza en la obra que han construido. No es perfecta, ni mucho menos, y habría bastante que fortalecer y mejorar para el próximo sexenio. Pero sigue siendo la fuerza política que mira en favor de las grandes mayorías, abandonadas desde siempre. Eso le da una enorme calidad moral frente a una clase política que veía esencialmente para ella misma. Carece de sentido deteriorar ese enorme activo comportándose como tantas veces lo hicieron los que corrompieron la vida pública. Responder con las mismas artimañas con el argumento de que antes lo hicieron contra nosotros, terminaría envileciendo la enorme aspiración de alcanzar un México más justo y honesto.