Esnobs y combibeles

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El mundo del vino suele ser intimidante. Con el arte pasa igual. Los eruditos, los puristas, a menudo intentan canonizar, clasificar y dictaminar, todo lo que es sitiado por ellos es susceptible de impregnarse de ese tufo elitista y laberíntico que muchas veces acompaña al conocimiento formal.

La gente que comienza a interesarse por el vino se topa con cientos de supuestas reglas, de calculadas prácticas, de sensaciones dictadas, de sentenciados maridajes. Los que se acercan al arte espontáneamente también suelen enfrentarse con el recelo de quienes piensan que su mayor instrucción los hace usufructuarios exclusivos de la apreciación estética.

Hace tiempo, un buen amigo y su servidor compartíamos una breve sobremesa en un restaurante cercano a la plaza de toros México con un vehemente grupo de profesionales taurinos; durante la breve caminata hacia el coso, mi camarada, el único de la cuadrilla que asistía apenas por tercera o cuarta vez al espectáculo, se acercó a mí un tanto angustiado por estar a la altura con las aclamaciones y los comentarios durante el festejo: quería saber cómo se lograba conocer de toros, cómo se dejaba la “vergonzosa” calidad de villamelón. Uno de los diestros lo escuchó, lo tomó del brazo y le dijo: “Mira, primo, no te preocupes, de toros no saben mas que las vacas”.

Al vino y al arte habría que arrimarse como los niños se acercan a un dulce desconocido o a una palabra nueva: con ánimo cándido y lúdico, con los sentidos bien despiertos y atentos, sin prejuicios. Se sabe que el juego es una forma insuperable de apropiación, de conocimiento del mundo. Esto es no tener empacho en desprenderse un poco de lo establecido, alimentar un estilo personal, madurar un método original de cata, de contemplación y de opinión. 

Una noche, luego de haber caído la tercera llamada de una gala flamenca en nuestro Teatro de la Paz, observé cómo una mujer, con aire de gitana, saltando rodillas, jalaba del brazo a su ruborizado acompañante buscando un par de asientos libres en las primeras filas, próximos al escenario. Fue como si entrara a misa durante el salmo y, seguida por la mirada plúmbea de la feligresía, recorriera toda la asamblea con desenfado y fuera a sentarse justo frente al altar, haciendo que las señoras veladas se recorrieran hacia un extremo de la banca. Una vez instalados, ante el gesto incómodo del hombre que se acomodaba la corbata y se secaba la frente con un pañuelo, la dama espetó, frotándose las manos: “Es que al flamenco hay que olerlo”.

Es cierto que la sensibilidad se aguza con la experiencia, con la ilustración. Si parte de la libertad y de la pasión, el saber profundiza el goce del alma perceptiva. Sólo la memoria, la asimilación, la capacidad de asombro, la correlación honesta y la humildad pueden ampliar nuestros horizontes, afinar nuestro paladar y ahondar nuestro deleite.

Decía el premio Nobel onubense Juan Ramón Jiménez que no es necesario que el niño entienda todo: “Basta que se tome del sentimiento profundo, que se contagie del acento […] La naturaleza no sabe ocultar nada al niño; él tomará de ella lo que le convenga, lo que comprenda. Pues lo mismo la poesía”. Esta idea cabe como corcho en cuello de botella si hablamos sobre esa mirada inocente y abierta que, desprovista de tecnicismos y de experiencia, pero también de obstinaciones y convencionalismos, se acerca al mundo del vino. A este nuevo combibel, caro lector, hay que recibirlo con un abrazo.

@aloria23

aloria23@yahoo.com

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