¿Hacia dónde vamos?

Definitivamente Gilles Lipovetsky es un filósofo y sociólogo que difícilmente deja tranquilo a quien lo lee o escucha con atención. Sus reflexiones sobre nuestra modernidad, dan cuenta de una sociedad que reconocemos en cada palabra o idea como parte de nuestra habitualidad.
Uno de los temas que ocupan, en buena medida, los trabajos de Lipovetsky, es el vacío de los individuos y sus comportamientos de consumo, definiendo el concepto de “hiperconsumo”, es decir, el consumo más allá de lo necesario.
Esto no es propio de ideologías, sino que se trata de un fenómeno social que se presenta en todos los ámbitos, en todas partes: la gente consume de manera similar y, por tanto, la humanidad sufre una transformación consonante, dejando de lado esos grandes relatos como eran los dogmas del socialismo, del capitalismo o de las diferentes religiones; de hecho, estas ideologías y creencias, también caen en la dinámica del hiperconsumo.
El consumo exacerbado ha llevado, a partir de los ochentas, a generar espacios de individualidad tal que, en las casas, ya no hay espacios de convivencia o interrelación tan claros y evidentes como antes; ya no hay una habitación destinada a la televisión o un teléfono familiar fijo, sino que cada habitante tiene su acceso personal a sus contenidos de consumo visual, ya a través de pantallas en cada espacio particular o, por lo menos, en el dispositivo móvil que, con cierta nostalgia, aun se llama teléfono celular pero que, en realidad, es un dispositivo de universalización desde la comodidad del hogar.
Las calles poco son usadas para salir a caminar solo por hecho de hacerlo, eso que nuestros padres y abuelos llamaban “pasear”; ya no se sale de viaje para conocer, sino por viajar simplemente, el desplazarnos solo por el hecho de hacerlo, con la finalidad de llenar contenidos en redes sociales y conversaciones (muchas de las veces en whatsapp y similares), cumpliendo con la calidad de turistas y no de viajeros, pues solo vale el viaje donde se puede comprobar la existencia de aquello que se vio en el catálogo y se visitaron los lugares de rigor, sin vivir realmente la experiencia de la cotidianidad ajena en un país o ciudad diverso a nuestro hábitat ordinario.
Hay una tendencia paradójica a una especie de existencialismo-cronofóbico, caracterizado por una curiosa asunción del “carpe diem”, vive el día, a la vez de temer el paso del tiempo y el futuro. Por eso, se compran cosas que generan sensaciones, placeres y satisfacción de supuestos automerecimientos, más que por la materialidad del objeto o servicio, se viven experiencias extremas y se hace del disfrute inmediato la esencia de lo diario; sin embargo, se recurre a revisiones médicas, compuestos y sustancias preventivas y alimentaciones de todo tipo, con el fin de prevenir cualquier posible alteración a la salud futura. Vivir más, a costa de consumir esa prevención como un artículo que sirve, al igual que el resto de las adquisiciones, para autosatisfacernos y tener algo de qué hablar, pues, en muchas ocasiones, el inexorable futuro y paso del tiempo, vence los tratamientos de belleza, las dietas y demás tablillas flotantes a las que nos aferramos, mientras hablamos de vivir el momento.
Este temor al futuro nos lleva a que la inmediatez y la extensión de nuestra posibilidad de compra sean permanentes. Por eso, los aeropuertos más parecen centros comerciales abiertos veinticuatro horas, como sucede con supermercados, farmacias, restaurantes y, cada vez más, otros sitios a los cuales recurrir, quedando siempre la posibilidad de la compra permanente esas mismas veinticuatro horas en internet; por supuesto, al no poder perder tiempo para la salud, hay gimnasios de apertura día y noche, a donde podemos ir a combatir el futuro a toda hora.
¿Y qué decir de la comunicación permanente que nos dan los dispositivos móviles, donde no perdemos tiempo para tomar la foto, editarla, publicarla y borrarla, en pocos minutos? ¿Qué decir de la impaciencia que genera el que las dos palomitas azules del whatsapp tarden más de un minuto en aparecer, indicando que se leyó nuestro mensaje, cuando vemos que el destinatario está en línea y no nos contesta? ¿Qué decir de las discusiones en línea, donde twitter o los muros de Facebook sustituyeron las paredes de las ciudades y sus plazas públicas y se han convertido en espacios de expresión de escaso contenido, verdaderas mesas de café para revolucionarios o filósofos de café, pero sin café y a distancia?
Podríamos seguir, pues interminable resulta el pensar que, hoy por hoy, pareciera que lo real no es lo que perciben nuestros sentidos o la razón, sino solo lo que vemos a través de una pantalla; que el consumo es la esencia de la humanidad y que, mientras tanto, hay una realidad que existe sin nosotros, de la que sabemos poco, porque, como no se compra, no está en nuestras opciones.

@jchessal