El título de esta columna es una palabra dura, fuerte, pero simple: significa falta de certidumbre, de certeza; es la ausencia de conocimiento seguro y claro de algo. Sin duda, es el término que designa nuestra realidad, mundial y nacional.
Conversaba en días pasados con un buen amigo sobre la posibilidad de que nos encontremos en los inicios de una nueva Edad Media, una época intermedia entre el mundo de los grandes dogmas, identificados como las certezas inconmovibles que, por lo menos hasta mil novecientos ochenta y nueve, con la caída de la Unión Soviética o dos mil uno, con la caída de las torres gemelas en Nueva York y eso que será el incierto futuro.
Ya desde hace aproximadamente cuarenta y cinco años, dos escritores nos anunciaban esta posibilidad, Umberto Eco y su libro “La Nueva Edad Media” y Roberto Vacca con “La Próxima Edad Media” y, muy recientemente, otro más se suma a esta tendencia, Joseba Gabilondo, con “La Nueva Edad Media y el Retorno de la Diferencia”.
¿Qué caracteriza a una Edad Media? Umberto Eco nos lo dice de manera muy clara: una paz que se desmiembra, una tranquilidad lograda por una gran narrativa, en un momento unificadora en cuanto a entendimiento, costumbres, ideologías, religiones, arte, tecnología, etcétera y que, por lo complejo, se resquebraja y derrumba; se cae por la presencia de “bárbaros”, que, más que aquellos guerreros incultos que enterraron a la milenaria Roma, traen nuevas costumbres y visiones del mundo, haciendo uso de la violencia para tomar el Poder o infiltrando las estructuras sociales, haciendo circular nuevas fes y perspectivas de la vida.
Una de las notas esenciales de nuestros tiempos es el aumento desmedido de la creencia en dogmas indiscutibles, no por sí mismos sino por el hecho de que el ser humano busca un resguardo ante la incertidumbre de su futuro; así, la consolidación de liderazgos, más emotivos y carismáticos que racionales, han marcado los últimos años, como en su momento se consolidaron los monarcas medievales, construyendo castillo que “defendían” a una población que se colocaba bajo el manto protector de quien, en pocas palabras, los veía como siervos útiles, ciegos y sordos a lo que el raciocinio pudiera indicar pues, por otro lado, no eran formados o educados para acceder al conocimiento, el cual se refugió en los monasterios y, ya en la Baja Edad Media, las universidades, como patrimonio de unos cuantos.
Hoy hay tal cantidad de información accesible a tantos, que el efecto es el mismo: la incertidumbre, pues, ante la imposibilidad de tener la seguridad de la verdad, dado lo titánico de encontrarla en el universo de datos disponibles, se prefiere creer a quien, desde las almenas de su fortaleza, dice que velará por los habitantes del Estado, a cambio de su sumisión de vida, alma y hacienda Verdad y posverdad, el enfrentamiento de certezas que van de lo que es a lo que queremos que sea, de lo que existe a lo que suponemos que lo hace. Una absoluta obscuridad en medio de la luz.
El individuo se siente necesitado de un guía, de un líder, ante la baja consideración que de sí mismo tiene. Por eso, está dispuesto a creer sin mirar, a dejar de lado el pensamiento para dar paso a la emoción, para negar lo real y desear lo imaginario. Por todos lados vemos los indicios de una Edad Media, somos el intermedio de lo que, al tiempo, será el renacer de la humanidad.
Comparto dos preguntas que formula Eduardo Infante, un profesor de filosofía y escritor español (@eledututor, en Twitter), sobre las que vale la pena reflexionar profundamente: ¿Por qué nos asusta tanto el caos y el absurdo? ¿Por qué necesitamos creer relatos que den sentido a lo que nos ocurre?
La respuesta a la que lleguemos puede significar el replanteamiento de nuestro propio Ser; llevarnos a querer tomar el timón y navegar con certeza al futuro, nuestro futuro, el de todos.
@jchessal