La intuyo en la distancia, la imagino ya sintiendo el viento que despierta el brillo de su piel de uva joven, lactando de esas raíces abisales que han sostenido al centenario tronco de su linaje, madurando en un espacio de aire de otros tiempos, un aire acendrado, cargado de vilanos inocentes, ajeno a las plagas de aquel mundo.
Su alma se llena de azúcar, su figura reverbera los índigos y los malvas de su entorno en todo su esplendor, sus semillas se afirman: crece, crece de una sola pieza, crece conmoviendo a quien la observa, crece en su viñedo sin ser jamás tocada, crece como la flor del B612. Llega el otoño, llega el momento. Irá muy lejos, su vida será larga, larga; pero a todos lados, en todos los tiempos, esa tierra, ese horizonte, ese sol, esa atmósfera de copo y yunque se verán bajo la gota oscura de su azogue, si se mira en su insondable menisco con atención.
La energía de su primera juventud se desborda como la espuma, es pura potencia, puro brío, puro ímpetu, vitalidad pura; es una vibración, una tensión constante, una implosión; es la pura imposibilidad de contenerse a sí misma. Con la caricia del roble se ha hecho mujer, se ha vestido de oro y azabache, se ha calado un sombrero de gala y sueña el sueño de la dicha mientras su vida avanza.
Cada vez más guapa, cada vez más señora, cada vez más sabia. El tiempo para ella, poco a poco, toma un ritmo más lento, más lento, mientras fuera de su casa se acelera se acelera se acelera. Hay tormentas, frío, llanto, su coraza se cubre de polvo, de moho, de neblina, el cielo estalla, se desmorona, se resquebraja, pero su espíritu permanece intacto. Unos cuantos años que para los demás han sido décadas.
Llega un otoño más y otro y otro. El aire de afuera ya no es el mismo de su terruño, es ajeno, no le pertenece. Ya no hay copos, los pequeños algodones ya no vuelan, su tronco ya no existe, el hombre que la crió se ha ido, se han extinguido esos colores profundos, no hay nada mas que ausencias. Es necesario emigrar, ir al otro lado del mundo a cumplir con su destino, viajar. Luego de la travesía, un nuevo sol calienta las noches invernales, una nueva paz calma su existencia.
Ha llegado su día, se siente inquieta. Han sido muchas lunas, setenta y una, pero ella sigue siendo aquel racimo de virtudes, aquella niña brillante y dulce que creció a la sombra de una sierra. Respira profundamente y deja entrar la luz, que se arremolina para verla. Ella se presenta con timidez: aunque los rostros que tiene delante le son familiares (los ha soñado cada noche de su vida), la atmósfera es extraña, la burbuja de aire añejo que guardaba en la intimidad se ha esfumado para siempre.
Ella sabe que es su momento y se expresa. Se expresa como un largo poema. Se expresa como una parvada de vilanos, como la tierra pedregosa húmeda de rocío, como el sol que surge de la montaña cantábrica, como todas las flores del mercado de Ollauri, como un ramillete de Kerala. Se expresa como la savia de las parras seculares, como la solera de las barricas viejas, como el perfume misterioso de los años. Es tensión aún, es trufa, es fruta fresca y fruta seca y cuero y sueño y mermelada de azahar. Es toda elegancia, es toda sabiduría, es toda belleza.
Ahora es más feliz que nunca, es plena. Ha sido todo, ha sido flor, ha sido joya, ha sido ejemplo, ha sido ella. Se entrega, nutre, enseña, forma, guía, provoca, enamora, besa. Su vida ha sido darse, dejar huella. Es la dicha de los otros, es la que a todos estrecha. Es la que siempre se queda. Con su conmovedor abrazo, con su frescura milagrosa y con su profundo equilibrio. Es un golpe de humanidad sobre la mesa de hoy, es una caricia sensible, es una obra de arte y una filosofía, es la luz que nunca se apaga, es ritmo y compás. Es y será siempre leyenda.
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