La leyenda del cuervo sediento

Entre los andaluces, los flamencos y los taurinos es común usar la palabra «arte» para referirse también a la personalidad. Un «tío con musho arte» es alguien simpático, quizás pícaro, ingenioso, siempre original y auténtico. Un vino con arte sería -en este sentido- uno singular, con cualidades destacables y distintivas. Al catar una copa, lo deseable es que el caldo reúna las características propias de su terruño y de la uva o uvas que lo componen, pero también que, dentro de este perfil, posea un estilo personal. Los aficionados al vino estamos enamorados justamente de estas peculiaridades, de este sello único y especial que una gran etiqueta siempre ofrece: igual que los filántropos y los humansitas lo están de su propia especie.

Hace algún tiempo, gracias a la generosa invitación de un gran amigo, a quien me referiré como “el Español”, tuve la oportunidad de asistir a una cata de vinos de Napa en Los Ángeles. En un amplio salón estaban dispuestas unas 20 mesas; en cada una de ellas, el propietario o viticultor de la bodega ofrecía una prueba de sus nuevos lanzamientos e intercambiaba apreciaciones con los asistentes.

Catamos muy buenos chardonnays, sauvignon blancs, merlots, zinfandels y cabernet francs, no obstante, el cabernet suavignon -o “cab”, como le llaman los norteamericanos- reina en aquel valle. Entre las veintena de etiquetas que degustamos de este varietal destacaron el Howell Mountain de Robert Craig, un tinto elegante y poderoso a la vez; el Hall, con mucho balance; el Ladera Howell Mountain, gran ejemplo de esta AVA; el Silverado Solo, también refinado y muscular y, finalmente, el Chappellet Pritchard Hill, que suponemos no dista mucho de su legendario antecesor 1969, con una nariz muy floral, magnífico.

Aunque en esta cata de gemas de Napa los vinos se sirvieron recién descorchados y a una temperatura ambiente que superaba los 20 grados -en todos lados se cuecen habas-, encontramos que las botellas reseñadas poseían tanto el terruño bien definido como un carácter propio: todos eran vinos de gran cuerpo, tanicidad y concentración; aunque los hermanaban sus propiedades más evidentes, probar cada uno de ellos era toda una vivencia, con todo y la falta de cuidado en las condiciones de servicio.

La degustación fue una experiencia inolvidable, sin embargo, la guinda del viaje la puso la indomable personalidad de mi querido amigo, genio y figura: luego de un buen steak, fuimos invitados a un bar que presumía una colección de más de 150 whiskys, whiskeys, bourbons (no había Etiqueta Roja ni similares) y cervezas artesanales (entre ellas una orgánica de Napa que sabía más a uva que a cebada, maravillosa). El personaje menos estrafalario de esta atestada taberna reminiscente de la era de la prohibición era un temerario rastafari que estaba resuelto a emborracharse: igual vaciaba cocteles de ron que vasos de cerveza y güisquis con un golpe de su mano cubierta de tatuajes. Ante tal concurrencia y sin espacio casi donde descansar los codos, el Español decidió que había que coger tono y sitio: ordenó un par de Macallan Douglas Laing’s Premier Barrel Selection Port Ellen 1983 que nos estableció en el extremo más coqueto de la barra.

La noche en el Thirsty Crow transcurrió entre carcajadas, maltas sobrenaturales, insólitas conversaciones y bizarros espectáculos… finalmente, el barman anunció el cierre y ante el silencio repentino, el Español -¡vaya arte!- decidió arrancarse a capela por bulerías con su voz de gitano viejo y un compás que hubiera firmado el mismísimo Camarón de la Isla. A pesar de ser las dos de la mañana de un martes, la tasca permanecía colmada: nuestras pintorescas vecinas del norte, siempre ávidas de lo genuino, formaron poco a poco un círculo alrededor de nuestro personaje, como hipnotizadas. Un par de ellas pronto solicitó palmas y más cante para marcarse una sevillana -muy a su aire- y declarar la inaudita juerga flamenca.

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