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La pluralidad y la mayoría

Por Marco Iván Vargas Cuéllar

Septiembre 05, 2024 03:00 a.m.

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En las últimas dos décadas, el Congreso de la Unión ha sido escenario de profundas transformaciones que reflejan la complejidad del sistema democrático mexicano. Durante este tiempo, distintas fuerzas políticas han logrado configurar mayorías legislativas que, sin duda, son producto de la voluntad ciudadana expresada en las urnas. Sin embargo, junto con este poder legítimo, surge una paradoja: el uso de esas mayorías como un instrumento mecanizado que puede invisibilizar o ahogar las voces de las minorías. Este fenómeno plantea un desafío crucial para la democracia: ¿hasta qué punto la legitimidad del voto otorga un mandato absoluto a las mayorías parlamentarias?.

Es innegable que las mayorías parlamentarias son un reflejo de la voluntad popular. Si un partido político obtuvo una determinada cantidad de victorias electorales, en principio, es porque la ciudadanía así lo decidió. Las reglas que otorgan escaños de representación proporcional a los partidos políticos son un tema aparte que merece un análisis exhaustivo del que ya he escrito algunas cosas en este espacio. Lejos de establecer un juicio sobre si existe o no sobrerrepresentación de una fuerza política de facto en el Congreso de la Unión, no debe perderse de vista que las reglas que configuran a nuestro mecanismo de representación proporcional son definidas, aprobadas -y por tanto, conocidas- por todos los partidos políticos.

En un sistema democrático, las elecciones proporcionan a la ciudadanía la capacidad de elegir a sus representantes y, por extensión, definir el rumbo legislativo del país. Sin embargo, la democracia no debe reducirse únicamente a la contabilización de votos y la traducción de esos números en poder absoluto. El auténtico espíritu democrático y republicano se encuentra en la deliberación, en el diálogo entre posturas divergentes, y en la inclusión de las voces que, aunque minoritarias, representan a un sector significativo de la sociedad.

A lo largo de estos años, hemos atestiguado cómo mayorías legislativas —ya sean del PRI, PAN o Morena— han logrado avanzar con agendas que responden a sus programas de gobierno, pero que, en ocasiones, han marginado el debate y la negociación con otras fuerzas políticas. Esto no implica una descalificación automática de dichas mayorías, pero sí llama a la reflexión sobre el peligro inherente en su uso como herramienta para imponer decisiones sin un análisis plural y profundo de los temas en discusión.

Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, el PRI, con apoyo de sus aliados, aprobó la Reforma Energética de 2013, que abrió el sector petrolero a la inversión privada, pese a una fuerte oposición de la izquierda y otros sectores que pedían un mayor debate. En el gobierno de Felipe Calderón, el PAN impulsó la Reforma Laboral de 2012, aprobada sin un consenso amplio, con críticas sobre el impacto en los derechos laborales. Más recientemente, en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, Morena aprobó la creación de la Guardia Nacional y la Reforma Educativa de 2019, ambas propuestas con una deliberación limitada, lo que generó quejas de la oposición sobre la falta de discusión en profundidad y la exclusión de propuestas alternativas. Estos ejemplos ilustran cómo las mayorías pueden avanzar agendas gubernamentales, pero a menudo a costa de un debate inclusivo.

Una democracia que se precie de ser republicana no debe permitir que las mayorías, aun cuando sean democráticamente legítimas, se conviertan en un mecanismo para evitar el debate y sofocar el disenso. El Congreso de la Unión tiene como una de sus funciones primordiales la representación de la diversidad de opiniones que existen en el país. Cuando una mayoría utiliza su poder para aprobar reformas y leyes sin un proceso adecuado de deliberación, se corre el riesgo de desvirtuar el principio de pluralidad que sustenta nuestra democracia.

El contexto actual, marcado por la discusión de una reforma al Poder Judicial, pone de relieve esta problemática. Morena, con su mayoría en ambas cámaras, ha impulsado cambios significativos que, aunque respaldados por una votación democrática, han generado inquietud sobre la falta de participación efectiva de las voces minoritarias en el proceso legislativo. No se trata de cuestionar la legitimidad de las mayorías obtenidas en las urnas, sino de señalar la tentación de utilizarlas para avanzar agendas sin un proceso de consulta y consenso. La política se engrandece en la medida en que construye una amplia base de legitimidad basada en el acuerdo de las partes, un proceso que fortalece no solo las decisiones que se toman, sino la percepción de que esas decisiones representan a la mayor cantidad posible de sectores. En este sentido, las reformas que nacen del consenso y la deliberación tienden a ser más duraderas y aceptadas por la sociedad, ya que reflejan un ejercicio de poder democrático que respeta la pluralidad y la diversidad de opiniones.

La esencia de una república democrática radica en su capacidad de dar cabida a la diversidad de opiniones y en su compromiso con el diálogo abierto y respetuoso. Las mayorías, aunque necesarias para la gobernabilidad, no deben considerarse un cheque en blanco para gobernar sin contrapesos. En una democracia sólida, las minorías tienen un papel fundamental, pues son quienes equilibran el ejercicio del poder y garantizan que ninguna decisión se tome de manera unilateral.

Es aquí donde la deliberación legislativa cobra especial relevancia. Una mayoría que aprueba leyes sin escuchar a las voces disidentes no solo está ejerciendo un poder legítimo, sino que también está dejando de lado uno de los pilares fundamentales de la democracia: el consenso. La deliberación es el espacio donde las ideas pueden ser confrontadas, enriquecidas y mejoradas. Una mayoría que se limita a votar sin debatir reduce el Congreso a una máquina de aprobación, despojando a la democracia de su carácter deliberativo.

En el contexto de las reformas que actualmente se debaten en el Congreso, particularmente la reforma al Poder Judicial, es más importante que nunca recordar que la democracia no se agota en el voto. El verdadero poder de las mayorías radica en su capacidad para construir consensos y gobernar con inclusión, no en su habilidad para imponer decisiones sin escuchar.

Lo leímos con Kant y Habermas, la legitimidad de una ley no reside solo en su origen democrático, sino en su capacidad de sostenerse ante el escrutinio público y el debate racional; una norma que no puede ser defendida en un espacio abierto es, en última instancia, una norma que traiciona el verdadero espíritu de la democracia. La justicia y la legitimidad de las leyes se forjan en la transparencia y la deliberación pública, no solo en la fuerza del número o el mandato electoral.

X. @marcoivanvargas