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La Revolvedora

Por Martha Ocaña

Febrero 05, 2025 03:00 a.m.

A

Esta es una historia inspirada en una de mis nietas, con algunas fantasías que, aun cuando no se apega totalmente a la realidad, es una linda metáfora de la gran energía que algunos niños experimentan y que los demás vemos con asombro y diversión. Les presento a la pequeña revolvedora.

Desde que aprendió a moverse, era imposible detenerla. Algunos decían que era un torbellino, otros, que tenía el viento en los pies. Pero en casa todos coincidíamos en lo mismo: Sara era una revolvedora.

A sus dos años, ya dominaba el arte de hacer desaparecer cosas en sus propios bolsillos y de convertir la casa en un mapa de tesoros ocultos que solo ella entendía. Su abuela, al descubrir un plátano dentro de una bota y un calcetín flotando en la jarra de agua, suspiraba con resignación.

—Es una revolvedora —murmuraba su madre, intentando recuperar el hilo de un ovillo que Sara había lanzado desde la escalera.

Pero Sara no solo revolvía cosas: también revolvía el aire, el tiempo y los pensamientos de los adultos.

Una tarde, en el parque, corrió tan rápido tras una mariposa que su sombra tardó en alcanzarla. Cuando al fin la atrapó, parecía tener alas, y algunos niños dijeron que la vieron despegar un instante del suelo. Sara se detuvo, abrió la mano y sopló con suavidad. La mariposa no voló: se deshizo en un polvo dorado que se esparció por el viento, y al instante, todas las flores del parque abrieron sus pétalos como si saludaran a la niña.

Los mayores dijeron que era coincidencia. Los niños sabían que no.

Otro día, Sara decidió investigar el misterio de los charcos. No entendía por qué los adultos los evitaban si reflejaban el cielo mejor que los espejos. Con un brinco cayó en el más grande de todos y… el agua no solo salpicó: subió en remolinos y brilló como si dentro del charco viviera un sol atrapado. Su reflejo pareció sonreírle desde el agua, y una anciana que pasaba dijo que hacía años no veía un charco tan feliz.

En casa, sus travesuras tomaban nuevas formas. Un día, desapareció un cuchillo de la cocina y su madre, preocupada, buscó por todas partes. Cuando lo encontraron, estaba clavado en el tronco de un árbol del patio, pero el árbol no sangraba savia: florecía.

—Esta niña no solo revuelve, también siembra —dijo su abuelo, rascándose la cabeza.

Los días con Sara eran un remolino de risas, gritos y preguntas imposibles de responder. Cuando intentaron peinarla para una fiesta, su cabello se soltó en espirales como si tuviera vida propia. Cuando su papá la subió a sus hombros, juró que la sintió más ligera que el aire, como si en cualquier momento pudiera elevarse y perderse entre las nubes.

Pero como todo vendaval, Sara también tenía su momento de calma. Al final del día, cuando el sol se despedía y las paredes estaban teñidas de naranja, la pequeña revolvedora se quedaba quieta, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, los párpados pesados y los dedos todavía cubiertos de migas de galleta y polvo de estrellas.

Y entonces, por unas horas, el mundo recuperaba su orden. Solo por unas horas.

Porque al amanecer, el viento soplaba otra vez. Y con él, Sara.