Los derechos humanos como cimiento de la democracia
“La democracia debe basarse en el respeto de los derechos humanos. No puede haber democracia sin justicia social, sin igualdad y sin dignidad.”
— Michelle Bachelet
En los últimos años se ha hecho costumbre que quienes detentan el poder utilicen la palabra “democracia” como un talismán, como una especie de amuleto retórico para justificar cualquier decisión, incluso las más autoritarias. Pero conviene preguntarse con seriedad: ¿qué significa realmente vivir en una democracia?, ¿basta con votar cada tres o seis años para decir que somos libres?, ¿puede haber democracia donde se ignoran los derechos humanos? La respuesta es no.
Una democracia no se reduce al acto de votar ni a la mera existencia de instituciones públicas. Una democracia real —auténtica, viva, comprometida con su gente— es aquella que garantiza que todas las personas puedan vivir con dignidad, ejercer sus libertades y participar en las decisiones que afectan sus vidas.
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La palabra “democracia”se define como el poder del pueblo. Pero no hay poder del pueblo si el pueblo tiene miedo. No hay poder del pueblo si a las mujeres se les niega la justicia, si se criminaliza a quienes protestan, si se persigue a los periodistas o si se contamina el agua de una comunidad sin que nadie rinda cuentas.
Una verdadera democracia requiere de justicia, de información, de transparencia, de espacios de participación, de garantías mínimas para que cualquier persona pueda cuestionar al poder sin temor a ser silenciada.
Los derechos humanos son esa línea roja que no puede cruzarse. Son la brújula ética que nos permite distinguir entre gobiernos justos y gobiernos abusivos, entre decisiones legítimas y actos arbitrarios. No basta con que algo sea legal. También debe ser justo. Y lo justo se mide con base en los derechos humanos.
¿Y cuáles son esos derechos? El derecho a opinar sin miedo. El derecho a respirar un aire limpio. El derecho a tener un juicio justo. El derecho a amar libremente. El derecho a estudiar, a trabajar, a vivir sin violencia. El derecho a la ciudad, a la verdad, a la memoria. El derecho a ser tratado como persona, incluso cuando se es pobre, migrante, indígena o disidente. Derechos que van más allá del papel y de los discursos, y que deben traducirse en políticas públicas, en presupuesto, en instituciones efectivas y en una cultura de respeto.
Defender los derechos humanos, entonces, no es una actividad exclusiva de “activistas” o de organizaciones civiles. Es un compromiso colectivo. Es levantar la voz cuando se humilla a alguien. Es exigir justicia cuando desaparecen personas. Es no dar por hecho que los derechos están garantizados por el simple hecho de vivir en un país que se autodenomina democrático.
Porque seamos claros: los derechos humanos no son un estorbo para gobernar. Son el punto de partida para hacerlo con legitimidad. No son un obstáculo para el desarrollo. Son su garantía más sólida. Un gobierno que respeta los derechos humanos se fortalece, gana confianza social, y construye una paz verdadera y duradera.
La historia lo ha demostrado una y otra vez: donde se violan derechos humanos sistemáticamente, no hay democracia, aunque haya elecciones. Basta ver a regímenes autoritarios que han llegado al poder por la vía electoral y han desmontado, paso a paso, todos los contrapesos, todas las libertades, todas las garantías. Y México, lamentablemente, no es inmune a ese riesgo.
La lucha por los derechos humanos no es un lujo. Es una necesidad. Es la condición mínima para que una sociedad no se convierta en un campo de abuso y miedo. Es la única garantía real de que el poder no se desborde, de que la justicia no se compre, de que la ley no se tuerza.
Y sí: esa lucha a veces cansa. Porque hay que repetir lo evidente, enfrentar la indiferencia y soportar la burla o la amenaza. Pero vale la pena. Porque cuando se conquista un derecho, no se conquista solo para una persona. Se conquista para todas.
La democracia no se hereda. Se construye. Y se defiende. Todos los días. No con discursos huecos, sino con hechos concretos. No desde arriba, sino desde abajo. No con miedo, sino con dignidad.
Y defender los derechos humanos es, al final, el acto más alto de amor por la democracia. Porque solo donde hay derechos, hay pueblo. Y solo donde hay pueblo, hay poder verdadero.
Delírium trémens.- Hay comunidades que resisten, personas que alzan la voz pese al riesgo, pueblos que defienden su territorio y periodistas que no se callan. Eso también es democracia. Eso también es defender derechos humanos. La siguiente semana el “Mecanismo Estatal de Protección a Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas del Estado de San Luis Potosí”, al cual pertenezco, presentará la convocatoria del “Diplomado para Personas Defensoras de Derechos Humanos”, un programa gratuito y abierto al público. Una gran oportunidad para despertar al defensor que todos llevamos dentro y adquirir herramientas reales para su defensa.
@luisglozano