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No era nadie

Por Yolanda Camacho Zapata

Agosto 27, 2024 03:00 a.m.

A

En uno de los lugares en los que transito me encontraba a una mujer que se dedicaba a vender  lo que hubiera en las esquinas. A veces eran mazapanes De la Rosa, otras unos pajaritos tejidos en palma para colgar en los retrovisores de los carros, otras pulparindos. Ha de haber sido unos cuatro años más grande que yo, pero frecuentemente traía consigo a un niño que no sabía distinguir bien si era su nieto, o su hijo, pero al que claramente le unía un aire de familia: tenían ambos la tez color bronce, unos ojos almendrados de mirada profunda y el cabello azabache, liso y pesado.  

Cuando el color rojo del semáforo lo permitía o si pasaba caminando sin que las prisas me asediaran, saludaba a la mujer, que siempre me respondía con el clásico “¿Quiúbole Guerita, mazapán pa’l marido?” Yo no me acuerdo muy bien, pero supongo que en algún momento le debo haber platicado que a mí no me gustan los mazapanes, pero que a Marcos sí. Cuando uno conoce tan bien la clientela, hasta pena da no comprar, así que en dos minutos ya salía yo con mis mazapanes en la bolsa.  

En algún momento supe que el chico que la acompañaba era su nieto, y que, en realidad, era más pequeño de lo que aparentaba, pero que había heredado al papá, un muchachón que había embarazado muy joven a una chica con la cual había tenido uno de esos amores tempestuosos que no habían llegado a nada. Cuando el niño nació, lentamente la mamá desapareció del mapa y el papá se fue de mojado a Illinois, con unos amigos de la colonia donde vivían. Así, el pequeño había quedado a cargo de la abuela.  El chavo mandaba dinero desde entonces, sin mucha constancia, pero sin que dejara ganar al olvido. Le llamaba al niño por videoconferencia y, hasta eso, les mantenía al tanto de su vida. La mamá sabía, por ejemplo, que ya llevaba tiempo viviendo con una chica de Ciudad Fernández y que parecía que era feliz. 

Hace tiempo que no pasaba por el lugar donde habitualmente veía a la mujer, hasta la semana pasada, que tuve que ir a la farmacia para comprarme algo para la estúpida migraña que no cedía. Entonces vi al chico, cargando como siempre su mercancía, pero no vi a la mujer. Recorrí con la vista el lugar, esperando encontrarla, porque por muy avivado que fuese el nieto, no estaba de más checar si había alguien acompañándolo. Entonces, saliendo justamente de la farmacia, vi a un joven alto y fornido, moreno y con el cabello azabache cargando una bolsa de pan de esos que venden a la mera entrada del establecimiento. Tenía que ser el padre del chico.  

Saludé al niño, quien me respondió con una variable del saludo de su abuela: “¡Quiúbole, Guerita!” Inmediatamente el papá se acercó. Yo le pregunté por su mamá y fue el niño el que me respondió “La guela se murió”. Así sin endulzante alguno. El papá asistió con tristeza. “Si, mi mamá se nos fue hace tres semanas. Un infarto. No dio tiempo de nada.” Le di el pésame, sin saber qué mas decir: “No se apure Guerita, así es esto, le estamos echando ganas. No era nadie, no se preocupe”. Entonces el niño refutó: “Cómo no. Era mi guela.” 

Nunca somos nadie.