Oasis
Entrar a un salón de clase durante los primeros días del semestre resulta tan aterrador como caminar completamente sola en el desierto a sabiendas que en ese lugar no hay puntos medios: o se vive en el calor abrasador o en el frío extremo. Un salón de clase puede ser un lugar inhóspito y hasta cruel. Sin importar el grado, o si se es alumno o maestro, esos primeros días pueden resultar apabullantes, por no decir aterradores. No hay manera de regular la temperatura hasta que ambos bandos se van conociendo. Como alguna vez escribí, dar clases se ha vuelto más difícil: todo resulta más complejo y, como profe, uno acaba autocensurándose, no vaya a ser alguien se sienta ofendido. Sin embargo, todos los que estamos del bando docente, aprendemos a que si bien es cierto uno va en inicio por todo el grupo, acabamos quedándonos por dos o tres, aquellos que vemos que realmente están interesados en lo que decimos. Con eso es suficiente. Uno da la clase para todos, pero acaba quedándose por pocos.
Hace días platicaba con una colega maestra sobre nuestros antiguos alumnos y me compartió el encuentro que hacía poco había tenido con una ex alumna. Fue de sus primeras generaciones. Recordaba que no era de sus exs sobresalientes. Vaya, no era de las que no estudiaba, pero tampoco era brillante, hablaba poco, únicamente lo indispensable como para no perder los puntos por participación. No tenía ideas sugerentes, ni atractivas. Incluso varias veces le pidió que no repitiera aquello que acababan de leer. Al igual que muchos de su generación, le costaba trabajo hilar diferente a lo que veían, no cuestionaba absolutamente nada y se tomaba los temas como si fueran palabra de Dios. Mi amiga estaba segura de que al presionarla para que analizara un poco más las cosas, generaba en ella un muy evidente rencor, de ese que sólo puede crearse en un semestre compartiendo aula. Pasó con una calificación regular y hasta ahí.
Sin embargo, aunque no recordaba su nombre, reconoció su cara inmediatamente, con los cambios naturales de más de una década. Supongo que ella ha de haberla visto también con los años estancados en su cara. Le tocaba presidir una reunión. La vió ahí, segura, afilada, lista. De entrada la chica no la notó, luego la reconoció y vio en sus ojos una especie de sorpresa que la hizo tartamudear. Se sintió mal porque se dio cuenta de que la puso nerviosa, pero la chica pronto se recuperó y retomó el hilo de lo que decía.
Cuando uno es maestra, no sabes bien a bien qué pasará con tus pupilos al paso del tiempo. Los encuentros futuros son impredecibles, los ánimos también. Hay quienes deciden hacerse guajes, aplicar el potosinazo y hacer como si no nos vieran. Otros saludan con cordial distancia. Otros con una calidez que abraza al corazón y hace que la sonrisa se dibuje por el resto del día.
Acabó la reunión, y mi colega estaba recogiendo sus chivas: lentes por un lado, estuche por el otro, libreta, lap top, pluma. Vio de reojo cómo se acercaba a ella: “-Yo la odiaba. Así de plano, maestra-“, bueno, pensó, de perdida no se lo guardó. Sonrió agradecida siempre por la honestidad. “-Pero reconozco que usted, así de desgraciada, me hizo mejor profesionista.-“ Mi amiga, que es de lágrima fácil, soltó unas cuantas gotas, no supo que decir. La chica la tomó del hombro, le dijo “Gracias” y se marchó.
Creo que varios miembros del gremio de los profes nos hemos cuestionado si seguir o no. Usualmente la paga es poca, el trabajo es mucho y el ambiente se ha puesto raro. Sin embargo, la historia de otros nos da esperanza a todos. Tal vez nada mas por eso seguimos, por los oasis.
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