¡Oléy!
En el Club Silvestre, donde las divorciadas van a buscar marido y los maridos van a buscar divorciadas, doña Panoplia le comentó a su amiga Gules: “Mi marido juega muy bien al tenis, y hace el amor maravillosamente”. Acotó doña Gules: “Sólo la mitad de lo que dices es verdad. No juega tan bien al tenis”... En cierto país cuyo nombre no diré un tipo llegó a registrarse en cierto partido político cuyo nombre yo me sé. El jefe le ordenó a su secretario: “Tómale sus datos a este comemierda”. “¡Óigame! -se encrespó el aspirante-. ¡Yo no soy un comemierda!”. “Entonces lárguese -decretó el jefe-. No sirve usted para este partido”... La rima, servidumbre a que está sujeta la versificación tradicional, tiene sus complicaciones. Una de ellas la venció con galanura José Vasconcelos, no el gran “Ulises criollo” autor del expresivo lema de la UNAM, sino su homónimo de la Colonia, el llamado Negrito Poeta, ingenioso versificador repentista cuyo nombre era también José Vasconcelos. Un tal Martín lo desafió a que improvisara una cuarteta que llevara como consonante la palabra “patio”, pero sin usar ninguno de sus derivados, como “traspatio”. Y es que la palabra “patio” no rima con ninguna otra. Le ofreció un premio si hacía tal cuarteta. De inmediato recitó aquel poeta popular: “El que no sabe latín / por ‘Horacio’ dice ‘Horatio’. / Es consonante de ‘patio’. / Dame mi premio, Martín”. Con razón se quejaba otro versificador: “Fuerza del consonante, a lo que obliga: / a decir ‘elefante’ en vez de ‘hormiga’”... La maestra les pidió a los niños que dijeran palabras terminadas en -ollo. Juanito dijo “escollo”. Rosilita mencionó “repollo”. Pepito propuso “espalda”... Un sultán le dijo a otro: “Te invito a una cacería la próxima semana. Vamos a cazar el león del Atlas”. “La próxima semana no puedo -se disculpó el otro sultán-. Me caso el martes, el jueves y el sábado”... En la lista de los grandes cronistas taurinos que México ha tenido -Carlos Septién García, Rafael Solana, Renato Leduc, Pepe Alameda, Heriberto Murrieta- debe figurar con honor el nombre de Guillermo Leal. Me hizo el honor de presentarme a él Chencho Rodríguez, saltillense, conocedor cabal de dos fiestas: la de los toros y la de la vida. El trato amable de Guillermo, su conversación sabia y amena, fueron regalos que conservo aún. Por su crónica me enteré del suceso más importante en la reapertura de la Plaza México: el llenazo que se registró. Eso desmiente la pesimista idea de que el toreo se halla en decadencia. Entre mis malos hábitos -no cuento los malísimos- está el de la procrastinación. Siempre dejo para pasado mañana lo que puede hacerse hoy. Cuando quise comprar los boletos que acostumbro ya no estaban disponibles. Me perdí el emocionante y bellísimo espectáculo de ver colmado el mayor coso del mundo, y no oí su majestuoso olé que cimbra oídos y corazones. Sólo eso habría desquitado el precio del boleto, incluso del más caro. Lamentablemente campeó esa tarde el mal fario que con frecuencia cae sobre la fiesta, aquel que dice que cuando hay toreros no hay toros, y cuando hay toros no hay toreros. De gran cartel son los tres que partieron plaza de nuevo en la México, y deseosos del triunfo por igual. Sin embargo, el ganado no ayudó, por más que era de ganadería prestigiosa. Pero bien dicen los buenos aficionados: para ver una buena corrida hay que ir a todas. Otros carteles se anuncian ya igualmente buenos. Otra vez latirá el enorme corazón del legendario coso, y la fiesta, pese a quienes piden que se prohíba lo que no conocen, seguirá viviendo para que pueda seguir viviendo su majestad el toro. Por ahora, como diría otro sabio aficionado saltillero, el generoso doctor Leoncio Saucedo: “¡Oléy!”. FIN.
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