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Play list

Por Martha Ocaña

Mayo 07, 2025 03:00 a.m.

A

“Oh, noble ser: ahora ha llegado 

el momento en que deberás dejar 

este cuerpo compuesto de carne y hueso. 

Pero no temas: la clara luz de 

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la realidad se manifestará ante ti. 

Reconócela.”

— Bardo Thödol

Hace unas semanas, impulsada quizás por la muerte reciente de un querido amigo, volví —como tantas veces— a merodear sobre el sentido de la vida, su final inevitable y las maneras sociales, casi automáticas, con las que solemos despedir a quienes más queremos. Es curioso: nacemos con ritual, nos casamos con ritual, incluso celebramos cumpleaños, jubilaciones y mudanzas con ritual… pero cuando morimos, a menudo lo que queda es un funeral triste y un largo desfile de frases repetidas o de silencios ante la falta de palabras que expresen el verdadero sentimiento que viven los más cercanos.

Fue durante mi caminata del domingo, que la idea se me reveló con una claridad pecaminosa. Tenía música en los audífonos y el sol me daba en la cara. De pronto imaginé otro tipo de despedida. Algo menos institucional, menos opaco, menos parecido a un procedimiento clásico e impersonal. Y más bien… ¿una vigilia consciente? ¿Un rito de tránsito? ¿Una forma amorosa de acompañar el desprendimiento?

Quizá a algunos les parezca irreverente —o sencillamente inapropiado—, pero me pregunté: ¿y si las típicas casas funerarias ofrecieran algo diferente? Un servicio que no se limite al ataúd, el café aguado y las coronas que se olvidan en los cementerios. Un servicio que entienda que morir no es solo dejar de estar, sino también un acto indispensable hacia una vida inimaginada. Un cruce que merece guía, palabra y silencio.

Me imaginé un espacio que se llamara, por ejemplo, “Moksha”. Una casa donde la muerte no se niega ni se disfraza, sino que se recibe. Donde la víspera de la partida se viva en compañía: con cantos suaves, respiraciones compartidas, sonido  de cuencos y oraciones que surjan de las creencias de cada clan. Donde los familiares puedan reunirse no para improvisar un adiós, sino para crear uno verdadero.

Y una vez que haya dejado este plano, no lanzarlo al olvido ni encajarlo en una liturgia apurada, sino acompañarlo con pequeñas liturgias en los primeros días después de su deceso, como proponen las antiguas tradiciones. Recordando lo poco que he leído del Bardo Thödol, el Libro Tibetano de los Muertos, pensé en un ceremonial que guíe al alma en su recorrido por los estados intermedios del ser. Porque la muerte es certeza. No tiene por qué ser desamparo.

Tal vez un día estas ideas dejen de parecer extravagantes. Tal vez “Moksha” no sea solo una imagen imaginada bajo el sol del parque, sino un espacio real donde la gente pueda despedirse  con menos angustia, meos improvisación, sin un drama impuesto, sin fórmulas vacías.

Porque si vamos a morir —y lo haremos, sin duda—, dejar listo el play list de muestra propia vida. Finalmente es una idea que nace del sol y del insomnio.