Porfirio estaría orgulloso
En los últimos años, la literatura sobre el retroceso democrático en el mundo ha crecido con rapidez, impulsada por la proliferación de liderazgos populistas que, desde el poder, erosionan las instituciones liberales. No obstante, una dimensión clave de este fenómeno no está siendo discutida, especialmente en países como México: el debilitamiento sistemático de la capacidad estatal para formular y ejecutar políticas públicas. Es decir, no solo se erosiona la democracia como forma de gobierno, sino también el Estado como herramienta para resolver problemas públicos.
Hoy quiero compartir con usted una reflexión a partir de la lectura de dos obras recientes que permiten documentar y analizar este fenómeno con profundidad. Democratic Backsliding and Public Administration, editado por Michael Bauer, muestra cómo los populismos en el poder reconfiguran las burocracias públicas: socavan los criterios meritocráticos, debilitan a los cuadros técnicos, y promueven una lógica de lealtades por encima de capacidades. Por su parte, Public Policy in Democratic Backsliding, coordinado por Michelle Morais de Sá e Silva, se enfoca en cómo los populistas transforman el ciclo de las políticas públicas: desmantelan programas existentes, sustituyen el diseño técnico por decisiones improvisadas, y utilizan los recursos públicos con fines simbólicos o clientelares.
Los casos que analizan -Estados Unidos, Hungría, Brasil y México, por mencionar algunos ejemplos- muestran un patrón preocupante: la concentración de poder en el Ejecutivo va de la mano con una “desinstitucionalización por dentro”. No es un golpe de Estado, sino una lenta captura del aparato estatal para ponerlo al servicio de un proyecto político personalista. La autoridad se centraliza, se eliminan órganos intermedios, se desprecian los mecanismos de evaluación, y se multiplican las decisiones discrecionales. El resultado es una doble regresión: menos democracia y menos Estado.
En países como México, esta dinámica ocurre sin que la mayoría de la opinión pública -y buena parte del debate académico- le preste atención. Se ha hablado mucho de las tensiones entre el Ejecutivo y los contrapesos institucionales, pero poco se ha dicho del daño que esto provoca en la maquinaria cotidiana del Estado: en las capacidades técnicas, en los incentivos del funcionariado, en la formulación de políticas públicas que requieren continuidad y profesionalismo para tener efecto.
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Cuando el Estado pierde su capacidad técnica y profesional, crece el margen para el uso político de los programas y para la discrecionalidad en la asignación de recursos. Lo que antes eran decisiones mediadas por reglas y diagnósticos, se vuelve terreno fértil para cálculos electorales y lealtades personales. Se elimina la intermediación institucional y se privilegia el vínculo directo entre el líder y “el pueblo”, no por eficiencia, sino por conveniencia simbólica y política.
Se dice que Porfirio Díaz proclamaba: “poca política y mucha administración”. En su lógica, él haría la política -o sea, todo- y su aparato gubernamental se encargaría de administrar, una mecánica al servicio de su voluntad. La ironía es que hoy, bajo populismos modernos, esa frase se transforma: ya no basta con centralizar el poder, sino que incluso la “mucha administración” se convierte en “mucha discrecionalidad”, “mucha improvisación” y “mucho clientelismo”.
Cuando Díaz decía “mucha administración”, hablaba de ferrocarriles, inversión extranjera, orden público. Bajo los nuevos populismos, “administración” parece representar lo contrario: un desmantelamiento técnico disfrazado de austeridad, una sustitución de la profesionalización por operadores políticos, y una gestión de programas que responde más a lealtades que a diagnósticos.
Hoy ya no hablamos de “poca política”: hablamos de democracia en mínimos funcionales o simbólicos, donde disminuyen las contrapartes institucionales, se recortan los órganos autónomos y se convierte a la ciudadanía en espectadora de ruido mediático. Y donde la “mucha administración” se traduce en poca efectividad, mucha discrecionalidad y mucho simbolismo electoral puro.
La paradoja es brutal: en nombre del pueblo, se cancela la deliberación; en nombre de la eficiencia, se desmonta la capacidad técnica; en nombre de la transformación, se debilita al Estado.
Cuando el Estado deja de administrar con criterios públicos para empezar a operar con lógicas partidistas, se gobierna más con gestos que con programas, más con giras que con políticas, más con discursos que con datos.
Lo que está en juego no es solo la calidad de las decisiones públicas, sino la posibilidad misma de que existan políticas públicas que no dependan del humor o la popularidad de quien ocupa el poder. Si no encendemos las alertas -como lo hacen estas dos obras que aquí revisamos- corremos el riesgo de quedarnos sin democracia y sin administración. Porfirio estaría orgulloso.
La caminera
El CONEVAL era una institución importantísima para conocer el impacto de las políticas de desarrollo social en nuestro país. Como ocurrió con el Instituto Nacional de Evaluación de la Educación, su desaparición es una pésima noticia.
x. @marcoivanvargas