Redención y democracia

Semana santa. Días de guardar. Obligada reflexión sobre las posibilidades de la redención humana, esa difícil condición de volver a nosotros mismos, de recuperar la confianza en el prójimo, de hacer cosas buenas que parezcan y sean buenas para todos. Breve momento de introspección para lavar culpas, aspirando a no dejar, luego, que ruede el mundo como si nada. Las posibilidades son varias, pero destaca una que sigue planteando retos: la relación entre democracia y redención, sobre la forma de procesar acuerdos pero sin sacrificios dolorosos de por medio.

La redención en política ha sido uno de los medios más recurridos para ofrecer el cambio; sin embargo, no es fácil limpiar la mugre que tanto tiempo ha impregnado el escenario. Puede irse la vida en el intento y, a pesar de ello, que permanezca como imprescindible el esfuerzo. Así han sido las cosas desde tiempos milenarios y voces que pugnan por lograrlo estarán presentes cada cuando. En el caso de nuestro país, se vive hoy una transformación de régimen que avanza con no pocos sobresaltos, habida cuenta de las resistencias que ofrecen diversos intereses sectarios. 

Redimir, políticamente hablando, implica liberar a una sociedad oprimida de tantos males acumulados. La democracia electoral, como un medio para avanzar el primer paso, se ha venido decantando en procesos cada vez más competidos y, al propio tiempo, aceptados en sus resultados. Sin embargo, la democracia como un fin más amplio, más como un estado de la sociedad que como una forma de gobierno -diría, Alexis de Tocqueville-, como “un sistema de vida basado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo” (artículo 3º constitucional), es el otro paso obligado a dar adelante.

Don Francisco I. Madero es, sin duda, nuestro “apóstol de la democracia”, portador de una fe inquebrantable en una bondad del hombre que le llevó, incluso, al sacrificio infame por parte de quienes se negaban a dejar intactos sus privilegios. Pugnar por la redención de la vida pública mexicana le generó a don Panchito no pocos desencuentros con otros caudillos revolucionarios que, aunque más desconfiados de sus adversarios, igualmente aspiraban a lograr el mayor bienestar para la mayoría del pueblo mexicano. La fe maderista, así fuera auspiciada por cuestiones metafísicas, es una muestra de que la relación entre democracia y redención es posible.

También es menester distinguir entre quienes promueven una redención auténtica y quienes hacen “como que la Virgen les habla” para solamente llevar agua a sus molinos. Ya no digamos que se asuman como demócratas irredentos, sino que se muestren como charlatanes ávidos de seguir dando “atole con el dedo”. Desde el prototípico Antonio López de Santa Anna hasta el inefable señor de las “víboras prietas” y “tepocatas”, Vicente Fox, no han faltado sujetos ofreciendo salvar a la Patria, así sea que se lleven entre las botas la poquita confianza del pueblo en las sagradas “instituciones”. 

Así las cosas, cuando se habla de la urgente necesidad de renovar la vida pública mexicana y de regenerar las instituciones nacionales, no resulta exagerado coincidir en tales postulados. Ciertamente, tenemos acumulados tantos años de expoliación, abuso, corrupción y demás males que no pueden ser echados al carajo como si se tratase de tirar a la basura cualquier bolsa de cacahuates. Sin embargo, se ha implantado un estilo de gobernar que pretende ser distinto al que antes padecimos como sociedad. Tal vez con una cierta dosis de inevitable redención social, pero esperando se traduzca en alcanzar ese estadio democrático referido con anterioridad, porque como advirtiera Jesucristo Gómez, personaje central (irredento) de la célebre novela “El evangelio de Lucas Gavilán”, de Vicente Leñero, “nadie es dueño de los caminos para andar, ni del hambre de los demás”. Son días de guardar, pues.