ESPECIAL CON VIDEO.- El viaje forzoso de los sin voz: niños migrantes

No opinan, no son tomados en cuenta; lloran, piden alimento y un juguete, duermen en colchonetas, cuando bien les va, pero juegan, ríen y sobre todo, caminan: son los cientos de niños que viajan en la caravana centroamericana que lleva casi medio país recorrido a pie.

 
FOTOS: Alberto Martínez / Pulso
 
Un carrito de juguete rueda en medio de Carlos, Mateo, Irma, Juan y otros migrantes que yacen dormidos en el piso. Un cobertor o una colchoneta sustituyen una cama matrimonial. Carlitos corre apresurado a recoger el vehículo que todavía debe recorrer el camino de pies, que sobresalen de entre las cobijas.

Es una de las tantas escenas de los alrededor de 4 mil 500 ciudadanos extranjeros, según autoridades migratorias, principalmente de origen hondureño, que este sábado arribaron a la ciudad de Querétaro, abarrotando el estacionamiento y pasillos externos del estadio de fútbol de los Gallos Blancos, “La Corregidora”.

De poco a poco, los queretanos observaron como las calles se llenaban de personas, pero de éstas algunas copadas de mochilas, bolsas de plástico con latería, bebés en brazos, mujeres embarazadas y demás postales.

Policías municipales implementaron operativos de vialidad, para dirigir al complejo deportivo a los miles de centroamericanos que cruzaban avenidas, camellones, jardines públicos y a uno que otro que “toreaba” a los automóviles.

Esta vez de “La Corregidora” no emanaba la euforia de la barra, el ímpetu de los jugadores o la algarabía de la afición, sino que ahora era el refugio humanitario de miles de personas, que no pedían un gol y lanzaban mentadas al árbitro, sino que solicitaban un plato de frijoles con arroz, una botella de agua e ingresar al sanitario para asearse.

Al fondo se apreciaba la quietud del campo, que era observado a través de las rejas por jóvenes y niños, tal vez pensando que en un futuro próximo podrían estar allí dando patadas a un balón, y no a la espera de seguir caminando hacia Estados Unidos.

Eso: un balón, dio alegría a adolescentes y niños que después de comer decidieron comenzar a hacer la “cascarita”, sin importar si era de voleibol, igual botaba y rebotaba, iba y venía, y sobre todo servía para hacer goles.

 

Con todo y familia
Dania López, hondureña del municipio de Choloma de 30 años, madre de tres niños de 4, 6 y 8 años, es acompañada por su cuñada que a su vez viene en compañía de cinco niños y una joven, es decir, son una familia de 11 integrantes, de ellos ocho son niños.

“Hay tanta delincuencia. Ya no se soporta a “los maras”. Es horrible vivir así...con miedo, miedo por los niños, además de la pobreza que hay. No te alcanza para sobrevivir”, expresa con un semblante de seriedad y tristeza por tener que migrar, pero al mismo tiempo alegre por prever un mejor futuro para sus pequeños.

Comenta que además de vender zapatos y pan, laboraba en una industria, sin embargo, los ingresos no cubrían las necesidades porque los precios del huevo, la gasolina y otros productos siempre están al alza, y el salario a la baja.
Aunado a ello, el pago por el cobro de “derecho de piso” de “los maras” para no molestarla, terminó por mermar sus ganancias, pocas pero indispensables en la alimentación de ella y los infantes.

“Estaban en la escuela (los niños). Ya caminamos un montón y ellos todavía siguen jugando, siguen caminando y corriendo; no se cansan. A veces la mayor se da cuenta de que estamos migrando y me dice: ‘¡Mami! ¿Cuándo vamos a regresar?’ pero ya con el tiempo irá viendo que no (será así)”, explica en tanto sus vástagos corren entre las demás personas que duermen a un lado.

Rememoró que en su recorrido por Guatemala vio morir a un bebé de ocho meses de edad, debido a que sufrió asfixia al estar en medio de la multitud, que en ese momento fue dispersa con gas lacrimógena por los policías.

Un solo objetivo, llegar a Estados Unidos
Tal vez por la edad o el cansancio, los más adultos optaron por sentarse en el piso, a la sombra y acompañados de los camaradas para jugar cartas, fumar un cigarrillo y apostar los pocos o muchos pesos que han recolectado.

Al igual que decenas de hondureños, José Mancilla, catracho de 40 años que es acompañado en la travesía por su hija de 14 años, ha encontrado la forma perfecta de recaudar fondos: ofertando cigarros a granel, uno por dos pesos o dos por cinco pesos, pues al fin y al cabo el “vicio” a la nicotina no concluye con la caminata.

Vendedor de verduras en un mercado en su pueblo natal, José se vio obligado a dejar su país por falta de oportunidades laborales, el acoso sistemático de “las maras” y a veces un salario semanal de 600 empiras, aproximadamente 300 pesos mexicanos.
“Tiene miedo uno allá. No alcanza para vestuario, comida y estudios para los hijos (...) Mis hijas tienen que estar en la casa sin salir (por la inseguridad), solo a la escuela y de la escuela a la casa”, relata mientras cobra un par de tabacos que logró comercializar.

Daniel Rodríguez de 27 años, originario de San Pedro Sula, no ha decidido poner su puesto como otros de sus connacionales, tal vez porque su mejor oficio es el trabajo con la tablaroca, cuya actividad prevé llevar a cabo en Monterrey previo a su arribo a la Unión Americana.

Mientras charla con Pulso se escucha la voz cálida y tierna de una pequeña que le grita “¡Daniel!”, que lejos de ser su hija, es una amiga de las tantas que ha conocido en el movimiento, comenta que es la primera vez que intenta llegar a cumplir el “sueño americano”.

Aduce no tener miedo de los riesgos existentes en el norte de México, sobre todo a los grupos de narcotraficantes, porque confía en Dios desde su creencia evangélica. De hecho, cada que duerme y despierta ora al Todopoderoso para pedir por él y su familia, radicada en territorio hondureño.

“La principal razón (por la que decidí migrar), es por la falta de empleo. En todos los barrios donde nosotros vivimos están los maras, a los niños de 10 u 11 años los reclutan para que se unan”, refiere en tanto le sonríe a su pequeña compañera de viaje.

Es difícil identificar una cara entre el mar de individuos, es decir, todas quieren cerrar los ojos, recostarse, comer, dormir y despertar con la ilusión de estar en Texas, Illinois, Tennessee u otro lugar de Estados Unidos.

Complejo de explicarlo, pero algunas hondureñas admiten que “algunos” de sus propios compatriotas las miran de forma lasciva. No se encabritan por ello, y solo siguen su camino al pasar entre quienes pernoctan.

Como mensaje a los mexicanos, piden nos satanizarlos ni enjuiciarlos por culpa de otros que han provocado los estereotipos, ya que sólo buscan dejar el lado obscuro, aquel que los ha ahogado y extirpado. Solicitan apoyo y ayuda para llegar a tierras estadounidenses, y de no ser el caso, radicar en México, y ser un mexicano más que favorezca el crecimiento y fortaleza de la sociedad.