ESPECIAL CON VIDEO Mezcal de Mexquitic: el pasado les regala un futuro

El reconocimiento en el destilado ancestral llevó a mezcaleros potosinos tradicionales hacia caminos que nunca imaginaron. De un oficio practicado casi en el clandestinaje, a una oportunidad de emprendimiento y desarrollo. No los favorece el régimen legal y producen en condiciones precarias, pero han hecho repuntar una tradición que iba a menos de generación en generación.

Hija de mezcalero ancestral, Luz Martínez Ramos aprendió del oficio hasta que se casó con Pedro Navarro, a los 19 años. En su casa nunca se involucró en la “vinata”, como denominan a las instalaciones rústicas para destilar. Su padre enseñó el proceso a sus hermanos varones, a ella no. “No se usaba que aprendieran las mujeres”, dice.

Pedro y sus hermanos aprendieron de su padre, Nabor Navarro. Pedro se recuerda de unos ocho años, en su asignación antes de ir a la escuela: colocar la pulpa cocida para el proceso de machacarla. De tarea en tarea, fue avanzando en el proceso completo. Ya casado, Luz fue su asistente. No vio inconveniente en que ella aprendiera cuanto quisiera. Por motivos de salud, fue dejando la tarea en Luz. Vender fue su trabajo, no siempre fácil cuando la bebida tenía mala fama. Se llevaba el producto en su bicicleta y regresaba a veces sin vender ni un litro, a pesar del irrisorio precio: 10 pesos. 

Don Nabor y Enrique Navarro formaron como mezcaleros a sus hijos varones. Los Navarro se anuncian desde el letrero de acceso a Palmar Segundo, en Mexquitic. Forman una sola empresa, Mezcal de Campanilla. La marca es una, el color de las etiquetas distingue la producción del mezcalero que lo destila. Ángel Navarro, hijo de Nabor y hermano de Pedro, pone etiqueta verde a su producto. Una de sus botellas fue la elegida para la cata en el Primer Encuentro de Maestros del Mezcal, celebrado en la Ciudad de México en 2017. Contra su propio pronóstico, ganaron el primer lugar.

“Veía unas botellas bien bonitas de los demás, y veía la mía, bien fea: me daba pena”, confiesa. Creían que nada tenían que hacer ante la confianza y experiencia de los representantes de Oaxaca y Puebla, con más mercado y más fama. 

El mezcal Campanilla de Mexquitic no tenía ni etiquetas. Los organizadores del evento distribuyeron una pegatina a modo de etiqueta genérica para los que carecieran de una, con las fotos de maestros mezcaleros participantes sobre un fondo de color amarillo bilirrubina. Fue la primera identificación impresa que tuvieron sus botellas. Luz conserva unas botellas con una versión original previa a esa edición impresa, una etiqueta-formato que cada maestro llenaba a mano con su nombre para identificar las botellas. 

Los Navarro habían estado reticentes a participar en ese evento. No tenían dinero para ir, pero el mayor disuasivo era el miedo. Destilar les ayudaba a obtener un ingreso extra pero no era una actividad bien vista. Les perjudicaba además una interpretación a rajatabla de la normatividad alcoholera, con la que se les pretendía sancionar como a destiladores industriales, en muchas ocasiones con fines de abuso más que de orden. Funcionarios municipales, y a veces estatales, caían en la “vinata” a decomisarles el producto, sin papel alguno que amparara el “aseguramiento”; se lo llevaban y ya. Otros los visitaban para beber y llevarse producto joven a su gusto, a precio de miseria o hasta gratis. 

Temían que el viaje con botellas de su alcohol artesano les diera problemas en algún retén carretero. Pidieron apoyo al presidente municipal, quien les respondió que tenía “mejores cosas que hacer”. Contrataron una camioneta de traslados para las botellas. Se hospedaron en un hostal, con la esperanza de que la venta pagara toda aquella odisea. 

Ya en el evento, participantes y organizadores acordaron un precio para vender en igualdad de condiciones: 500 pesos por botella, una cantidad que nunca esperaron cobrar en San Luis por su producto. 

A los Navarro les pidieron escoger una botella para la cata: a tomar la decisión les ayudó un catador extranjero. Entre los nervios, Ángel les dio una botella abierta, con la que escanciaban pruebas para el público.  Cuando oyó su nombre como ganador, se quedó paralizado. “El premio es lo mejor que me ha ocurrido en la vida”, dice sonriente. 

Su mezcal es fuerte. Ángel elabora también una versión curada con miel con gusto más suave que ya tiene seguidores. Su creación la hacía para él, pero ya se la solicitan por encargo. El punto de venta es su propia casa, un pequeño salón con una manta que da cuenta de su premio y botellas entre imágenes de la Guadalupana, el Santo Niño de Atocha, la Virgen de San Juan y un busto de Pacho Villa. 

UN MURAL DE EXPECTATIVAS

A las mejoras recientes a su casa, los hijos de Luz mandaron hacer un mural con su figura en medio de un campo de agaves. Unos metros adelante, en el mural, aparece Pedro, su marido, en labores de corte. El salón que da a la calle será su punto de venta.  

Un segundo premio para un producto elaborado por Luz, dio mayor confianza a la familia. También se dieron cuenta que necesitan apuntalar su marca propia y dejar de vender para otros envasadores. Un comprador de Guanajuato embotelló mezcal de Campanilla con la marca “El Gran Comarro”, y lo presentó como suyo en el México Selection by Concours Mondial de Bruxelles el año pasado: ganó Gran Medalla de Oro, el más alto galardón. 

Luz tiene tres hijos varones. Dos de los muchachos participan en la actividad mezcalera e incluso uno de ellos tiene su propio color de etiqueta, aunque la maestra destiladora es su madre. Manuel, el más joven, se ha encargado de abrir mercados y hacer promoción en redes sociales. Los hijos de Luz y Pedro consiguen, cortan y trasladan la piña y las pencas de agave salmiana

Salir de Palmar Segundo con sus destilados les abrió los cielos, pero tienen mucho por hacer. Han corrido todo tipo de aventuras con el embotellado, que se hace a mano. Bares de la ciudad les compran, ya con su marca. Y hasta la localidad van clientes, algunos de ellos extranjeros entusiastas de la bebida de agave.  

Como todos los mezcaleros no industriales del país, tienen el reto de certificarse y regularizarse para buscar mercados en toda forma. El problema es la ley que no hace diferencia entre procesos y con ella la autoridad trata igual a un industrial que a un destilador ancestral. La sola licencia tiene un costo alto para ellos: 120 mil pesos. 

El tratamiento fiscal no es nada alentador: la tasa del Impuesto Especial sobre Producción y Servicios que se paga por bebidas alcohólicas es de 53% y hay que considerar el IVA, 16%. “El gobierno se va a llevar entonces el 70% de mi botella que produzca”, dice con desencanto Daniel Navarro, hijo del fallecido maestro mezcalero Enrique Navarro, hermano de don Nabor.  

Para la producción industrial, el peso es distinto. Entre mecanización, mayor volumen y procesos de aprovechamiento al máximo, los márgenes son mejores. La ONG Maestros del Mezcal, investigadores, productores tradicionales y defensores de los procesos ancestrales promueven un nuevo marco legal para la producción tradicional. Hay una propuesta de Ley a la que se han adherido diputados y senadores, ninguno potosino todavía. La propuesta busca nuevos estándares para la regulación del mezcal tradicional como representación indispensable de la cultura, los recursos naturales y la historia. 

La iniciativa pretende, entre otras cosas, denominaciones de origen regionales; un registro de todas las especies de agaváceas mezcaleras; una certificación diferente para los mezcales tradicionales; beneficios para los productores de agave y los mezcaleros tradicionales; protección como patrimonio inmaterial y evitar las denominaciones engañosas de mezcales y tráfico de especies de agaves nativos. La propuesta se entrampó y mantiene en espera a los mezcaleros tradicionales del país. 


Cuestión aparte, hay que invertirle a las “vinatas” o palenques. El proceso que debe mantenerse como en origen, pero se trata de producir en mejores condiciones. El año pasado, el gobernador visitó Palmar Segundo y dio la instrucción de que los apoyaran con el techado de sus instalaciones. Pusieron como fecha de inauguración el pasado mes de abril... y el techo no llegó. 

EXPRIMIR CON TODO EL PESO

Con menos de 1.60 m de estatura, Braulia es la fuerza que mueve un aparato rústico para extraer los jugos que dan directo a la pileta de fermentación. No hay motores. El diseño es el mismo en las “vinatas” o pequeñas destilerías de la región: un torniquete que a fuerza de vueltas retuerce un tendido de cuerdas en cuyo interior se mete la piña del agave para exprimirla a tope, después de una primera machacada en el molino de rueda a tiro de burro. 

El exprimidor que usa Luz es de troncos con cuatro brazos de varilla de construcción gruesa, para soportar mayor peso con todo el cuerpo. Funciona con el principio del trapeador doméstico. 

Braulia, asistente de Luz, se sube al torniquete para hacerlo girar. Calza unos “crocs” genéricos que le permiten acomodar los pies con tiento pedestre de equilibrista sobre el eje de tronco, o sobre las varillas. Braulia sabe cuándo pisar con el arco, cuándo usa toda la planta para hacer palanca y cuándo empujar con la bola del pie. Se agarra de la varilla más alta y descarga su propio peso para girarla hasta abajo. El esfuerzo algo tiene de Poledance, de press de piernas, de crossfit, todo eso junto. “Si está gorda aquí rebaja”, dice Braulia risueña. 

Los jugos de agave caen en la pileta de piedra bajo las cuerdas retorcidas a cada giro. Con botas de plástico, metida en la pileta, Luz coloca los trozos de piña entre las cuerdas y va sacando el bagazo. Cuando ya lo amerita el nivel del líquido, lo hace fluir por un canal bajo tierra directo a la pileta de fermentación, hecha de piedra.

Para fermentar los jugos, Luz usa pulque de la región. Invita un vasito a los presentes y los entendidos reconocen que es de buena calidad.  Ella misma vacía el bidón. La pileta de fermentación tiene una techumbre improvisada, de tiras de madera y cartón asfaltado. Circula el aire, pero no permiten que le caiga agua de lluvia porque el fermento se adultera y el resultado sería desastroso.  

Antes de que incorporaran el molino movido por burros para machacar la pulpa de la piña, tenían que hacer ese trabajo con un “pisón”, una especie de mazo de madera especialmente diseñado para golpear contra el suelo. Pedro Navarro, el esposo de Luz, recuerda que su padre les hacía “pisones” adecuados a su tamaño cuando eran niños. Colaboraban en la tarea de acuerdo a sus fuerzas y aprendían.

ALAMBIQUES DE BARRO

La fermentación en la pileta puede llevarse cuatro días o una semana. Cuando está en punto, llega el momento de destilar con el proceso que le da el nombre a este mezcal, “de campanilla”.

El horno está bajo la tierra. El combustible es el bagazo de las piñas y pencas secos. Nada de carbones o gasolina que comuniquen sabor.  Sobre el horno se empotran grandes ollas de barro flejado para evitar que revienten. En esas ollas se cuece el jugo fermentado. Dentro de ese gran vaso, va “la campanilla”, una olla de barro más pequeña que se coloca basculando con cuerda y con pedazos de penca como agarraderas para poderlas manejar. Un cazo de cobre donde se vierte agua tapa todo el conjunto, sellado el borde con bagazo fresco para evitar que el vapor escape. 

Los vapores en el interior de la olla destiladora suben y se condensan en la base metálica del cazo, por efecto del agua fría que se le echa en el exterior. El condesado cae gota a gota dentro de “la campanilla”. El proceso de destilado requiere vigilancia permanente, incluso pasan la noche en la “vinata”. Deben mantener la temperatura adecuada del horno y estar al pendiente del punto necesario. Hay un primer destilado, que llaman “ordinario”, cuyo producto debe pasar por un segundo proceso. 

La familia compró de ganga un casetón de fibra de vidrio de segunda mano. Era un salón escolar desechado cuando el plantel consiguió una construcción más sólida. Lo desarmaron y por partes lo trasladaron y reensamblaron junto a la “vinata”. La caseta les sirve de campamento en las vigilias al pie del horno y de bodega diversa. 

Cuando destilan, el vapor inunda la “vinata”. Huele a melaza y a alcohol. Entre intuición y experiencia, Luz calcula cuando el destilado está listo. Hace la prueba del “perlado”, burbujas que suben a la superficie cuando “cubea” el líquido de un vaso a otro. Medirán el alcohol después: unos 50 grados, fuerte para gustos urbanos. El gobernador en su visita les sugirió que le bajaran a la graduación para hacerlo más comercial; no lo harán, esa es una característica del mezcal de la zona. 

Aún caliente, recién sacado de “la campanilla”, el mezcal desprende un aroma herbáceo y deja un gusto final a quiote fresco. Los catadores que han probado el mezcal de Luz dicen que tiene un toque distinto, más amable. “En boca es dulce, potente, con alcohol en perfecto equilibrio”, fue el comentario de uno de los sommeliers en el Concours Mondial de Bruxelles. “Un sorprendente mezcal ancestral, con excelente balance, untuosidad y persistencia, opinó otro jurado. 

Una destilada con diez o quince días de trabajo da un bidón de unos 80 litros. El mezcal industrial tiene un rendimiento más alto, algunos de 200 litros por semana, con mucho menor desperdicio y alambiques metálicos que duran años. Los maestros ancestrales tienen que reponer con frecuencia las ollas donde destilan; un alfarero de San Felipe, Guanajuato los abastece de las piezas de barro, que en Mexquitic ya nadie hace. 

Luz apenas habla de lo que han conseguido. Sonríe bajo su sombrero de palma, de un lado para otro de la “vinata”, precisa en cada parte del proceso. No es extraño que firme botellas para clientes de sitios lejanos; si lo piden, por algo será.