“Al día siguiente no murió nadie”. Así comienza la novela de José Saramago, titulada “Las intermitencias de la muerte”. Se trata de dos relatos en uno sobre las implicancias que podría tener la detención súbita de la muerte en una sociedad determinada; todo sería alegría, por supuesto, toda vez que la prolongación de la vida es, sin duda, la más cara de las aspiraciones del ser humano. Pero resulta que no todos podrían compartir esa condición, como el caso de los enfermos terminales y desahuciados, para quienes tal vez sea mejor acelerar el proceso de la muerte y lograr así el descanso eterno. Una consecuencia imprevista como esa, es la que relata el laureado escritor portugués, planteando la aparición de peculiares mafias dedicadas al tráfico de personas que desean cruzar la frontera para ir a morir dignamente a otro lugar, nombrándolas como “maphias” (con “ph”), para distinguirlas de las otras, las “clásicas”, que habitualmente conocemos.
Cualquier parecido con lo que ahora ocurre en una sociedad como la nuestra puede ser mera coincidencia, pero lo acontecido en Culiacán, Sinaloa, es revelador del grado de “amaphiamiento” en que una parte de la sociedad mexicana ha caído, para inconformarse e “indignarse” por la determinación del gobierno federal para impedir la muerte de personas inocentes con motivo del operativo desplegado para la detención de un capo del crimen organizado. Que en esa ciudad del noroeste mexicano se hubiera decidido frenar una eventual masacre de personas, ante la amenaza cierta de la delincuencia que reclamaba la liberación de uno de los suyos, ha sido motivo de condena por esa parte conservadora del país que quisiera regresar, so pretexto de un “estado de derecho” que antes no se ha tenido, a la época del “mátalos en caliente”, de la violencia estatal indiscriminada.
Ciertamente la memoria es flaca y pronto se ha olvidado que, con todo y violencia desplegada por el Estado en los sexenios de Calderón y Peña Nieto, venimos arrastrando un pasado inmediato de miles y miles de muertos. Las peculiares “maphias” de grupos derechistas, incrustadas en el poder público del país en las épocas “prianistas”, estarían felices si se hubiera continuado, ahora, con esa “necropolítica” que privilegiaron en sus mandatos. Pero se han topado con pared. El actual derrotero del Estado mexicano apunta a la paz social y no a la represión que, teóricamente, es un componente de la dominación política del aparato estatal, pero que como fuerza pública se legitima cuando se han agotado otros componentes como el del acuerdo y el consenso, sobre todo cuando se trata de proteger el bien mayor que no es otro que la vida misma de las personas.
Una vez más queda de manifiesto la confusión frecuente de pretender entender los hechos en términos lógicos pero no históricos. En el caso de lo sucedido en Culiacán, puede alegarse, por sectores duros y conservadores, que el Estado mexicano no tendría por qué negociar con mafias de ninguna clase puesto que se trata de una entidad que, teóricamente, está en una relación de supra-ordenación con respecto a otros grupos de la sociedad y debe velar por el bien público que, empero, no sólo es “común”, sino también “temporal”. En sentido histórico, obviamente tenemos un aparato de Estado que no se ajusta estrictamente a los supuestos de la teoría política, sino a las circunstancias propias de acceso, circulación, influencia y mediación de grupos de presión política y económica que buscan orientar su actividad en función de intereses de facción y no generales de la población. Por tanto, tal parece que en el episodio de hace algunos días en Sinaloa, el Estado mexicano puede haber perdido una batalla, pero es de esperarse que no el rumbo de la pacificación plena del país, no al costo terrible de tantas vidas como en el pasado reciente, como cuando Calderón y Peña apostaron por la fuerza bruta y a lo bestia.