“Los científicos del clima están aterrorizados por un segundo periodo de Trump”, así se titula un artículo publicado el pasado 24 de septiembre por James Temple en la revista MIT Technology Review del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Y los que no estén aterrorizados, muy probablemente estarán cuando menos profundamente preocupados, dadas las iniciativas que ha tomado el presidente de los Estados Unidos en cuanto a medidas para mitigar el cambio climático.
Como sabemos, el presidente norteamericano no es un creyente –al menos públicamente- en que el planeta esté sufriendo un cambio climático como consecuencia de nuestras actividades y lo reconoce abiertamente. Un ejemplo de esto lo dio el pasado 2 de septiembre durante su viaje a California con motivo de los incendios que asuelan al estado, mismos que el presidente norteamericano atribuye a que no se retiran de los bosques los troncos y hojas secas. En la reunión con los funcionarios californianos, según relata el periódico New York Times, el secretario de la Agencia de Recursos Naturales del estado exhortó al presidente a “reconocer el cambio en el clima y lo que esto significa para nuestros bosques”. Lejos de reconocerlo, sin embargo, el presidente habría respondido: “Va a empezar a enfriar, ya verás”. Y ante la insistencia del secretario que le respondió: “Quisiera que la ciencia estuviera de acuerdo con usted”, el presidente cerró el intercambio afirmando: “En realidad, no creo que la ciencia sepa”.
En cuanto a esta última afirmación, si bien el clima de la Tierra es un sujeto de estudio extremadamente complejo, existe un consenso científico en que el incremento sostenido en la concentración de gases de invernadero en la atmósfera -que se ha elevado alrededor de un 50 por ciento con respecto a su nivel pre-industrial, la más alta en 800,000 años-, ha puesto al planeta en la vía de un desastre climático.
Hay algunos científicos, sin embargo, que consideran que las altas concentraciones de gases de invernadero en la atmósfera en realidad son beneficiosas. Es el caso de William Happer, profesor emérito de la Universidad de Princeton y, hasta septiembre del pasado año, asesor del presidente como director de la oficina de tecnologías emergentes del Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos.
Happer, quien es profesor de física pero que no tiene un entrenamiento formal en la ciencia del clima, sostiene que con más dióxido de carbono en la atmósfera tendremos plantas más saludables –recordemos que las plantas toman el dióxido de carbono para llevar a cabo la fotosíntesis-. Una mayoría de expertos opina, no obstante, que si bien las plantas posiblemente fueran más felices con mayores concentraciones de dióxido de carbono, el incremento de este gas en la atmósfera trae consecuencias climáticas que a la larga son negativas –un incremento en la temperatura global y una mayor acidificación de los océanos, entre otras.
La incredulidad del presidente Trump en el cambio climático lo ha llevado a deshacer o intentar deshacer reglamentaciones e iniciativas que buscan de mitigar el cambio climático. Sabemos que en junio de 2017 anunció que los Estados Unidos se desligarían del Acuerdo de Paris que ha sido ratificado por 187 países. Este acuerdo busca reducir la emisión de gases de invernadero para limitar a 2 grados centígrados el aumento de la temperatura global desde la época pre-industrial, y a realizar esfuerzos para limitar este incremento a 1.5 grados centígrados. La separación formal de los Estados Unidos del Tratado de Paris está programada para el próximo 4 de noviembre.
Internamente, como lo discute James Temple, la administración de los Estados Unidos está desmantelando las iniciativas de su antecesor dirigidas al control de la emisión de gases de invernadero, incluyendo las emisiones de metano y de hidrofluorocarbonos –usados en los refrigeradores- que son gases de invernadero sustancialmente más potentes que el dióxido de carbono. Según un análisis de la firma “Rhodium Group”, las desregulaciones en curso llevarán a un incremento en la emisión de gases de invernadero en el año 2035, que sería equivalente a la emisión anual de Rusia.
Así, quienes están aterrorizados se preguntan qué sucederá si la presente administración cuenta con otros cuatro años para consolidar sus iniciativas de cambios de reglamentaciones ambientales. O si, como lo puntualiza Temple, el país está en el curso de un cambio político profundo, en cuyo caso el clima no sería la mayor de las preocupaciones.