Corazón mexicano
A veces se nos olvida que la patria está en nosotros y no se limita a un determinado territorio. Esta transcripción de una anécdota relatada por Brad Grimes, enólogo de la vinícola Abreu, una de las casas más respetadas y admiradas en el Valle de Napa y en todo el mundo (sus vinos han obtenido los 100 puntos de Robert Parker en una decena de ocasiones y se cotizan en miles de dólares) quizás logre ilustrar, en días de festejar a México, esta idea.
Los hombres encargados de los viñedos de Abreu, los que llevan a cabo el trabajo esencial, son todos de origen mexicano. El relato ilustra cómo el corazón que hace a estos vinos maravillosos late con sangre mexicana, al igual que muchos otros productos “gringos” de calidad.
“David es meticuloso por naturaleza; su estilo de agricultura refleja ese hecho. En los mejores años, esta manera precisa de cultivar puede parecer excesiva, ostentosa. Pero en las peores cosechas, separa el trigo de la paja. Es la razón principal por la que somos capaces de hacer vinos tan distintos cada temporada, independientemente de los desafíos que se nos presentan, vinos que reflejan las condiciones de la cosecha, el terruño y la variedad de uva. Cada una de nuestras viñas tiene una tripulación dedicada, dirigida por un jefe devoto: Gabriel en el viñedo Thorevilos, Chava en Las Posadas y Enrique, que cubre Madrona Ranch y Cappella. Estos hombres dedican toda su atención a cada finca, bloque, fila y planta.
Thorevilos ha estado bajo la atenta mirada de Gabriel Robledo desde el día en que fue plantada en 1989. El viñedo es fácil de encontrar: una vez que emerges del túnel de árboles que conduce a la propiedad, las vides se levantan contra la colina oriental creando un majestuoso anfiteatro. Gabriel aprovecha esta paz para cantar canciones tradicionales mexicanas, odas a los amores perdidos, canciones de alegría y tristeza, que hacen eco entre las vides y el bosque, llevando serenata al cielo abierto.
El sendero principal de la propiedad divide el viñedo en dos: a la derecha están las parras de merlot, cabernet franc y petit verdot; cabernet sauvignon a la izquierda. Entrando en el primer bloque de cabernet sauvignon, me detengo, ahogo la radio, bajo las ventanas, apago mi camioneta y me dispongo a escuchar con atención. Gabriel siempre está allí, siempre: en medio de la noche cambiando los bloques de riego, en las tardes de verano recogiendo sólo las más maduras ciruelas, y los fines de semana atendiendo su jardín de tomates y cactus.
Gabriel es jovial y amable, con un espíritu y entusiasmo que es inspirador. No siempre es fácil alcanzar a verlo en la parte más empinada de la ladera sembrada de cabernet, pero siempre puedo oírlo. Su voz es dulce y pura, joven y viva. A medida que la canción que canta se desvanece, sale de una fila, hablando en su forma rápida, emocionada, a menudo tan rápido que todo lo que puedo hacer es asentir y sonreír. Cada encuentro es el mismo, Gabriel me muestra lo que está haciendo: podando, atando, cortando. Luego me muestra algo que le preocupa: un poste final que falla, una grieta en la manguera de riego, una vid que ha marcado porque la hoja tiene un ligero tinte de rojo. Lo ve todo. Y por eso está allí.
Entonces, por supuesto, me recuerda el tiempo legendario en que bailé en pánico, con las manos apretadas en mi pantorrilla pensando que una serpiente de cascabel había subido por la pierna de mi pantalón. Era una lagartija. “Ayyy, ayyy, ayyy, ayyy” repite ?exagerando, evidentemente, aquella reacción mía? como remate de la burla. Es tan divertido como la primera vez que lo contó”.
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