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¿De qué estamos hablando?

Por Juan José Rodríguez

Marzo 04, 2021 03:00 a.m.

A

(Por razones ajenas a la voluntad de este columnista y de esta Casa Editora, queda en suspenso la publicación de la segunda parte de lo dicho por la doctora Mónica Liliana Rangel. Aún no es posible saber si esta suspensión es temporal o definitiva. Gracias por su comprensión). 

Quien aspira a gobernar nuestro estado, aspira, entre otras cosas, a influir, para bien o para mal, en la vida de los casi tres millones de seres humanos identificados como potosinos que habitamos en este territorio diferenciado y contrastante de 65 mil 268 kilómetros cuadrados. Aspira igualmente a incidir en el manejo de un presupuesto anual de 50 mil millones de pesos, 20 mil de los cuales corresponden al rubro denominado “de libre disposición”, y pretende ser el jefe nato de 3 mil policías estatales y, cuando así lo determine, de otra fuerza similar repartida en los municipios. 

(Solo para ayudar un poco en la perspectiva añadiré que de los 194 países reconocidos por la ONU, hay 55 con menos población que San Luis Potosí, y 73 con menor superficie territorial).

Lo que quiero decir es que cuando hablamos de gobernar esta entidad no estamos hablando de presidir una sociedad de alumnos de secundaria o el club social más nutrido de Cerro de San Pedro..

Quien haya de ser el próximo gobernador o gobernadora de San Luis Potosí adquirirá poderes, atribuciones y capacidades para hacer nuestra vida un poco más llevadera o mucho más miserable. ¿Exagero? No lo creo. Un gobernador puede intensificar los esfuerzos y coordinar recursos para combatir frontalmente a la delincuencia organizada y acotar sus estragos en la entidad, o llegar a un arreglo bien remunerado para fingir que se le combate y que nos siga enviciando, cobrando derecho de piso, violando o asesinando. 

Un mandatario(a) puede aumentar los recursos destinados al sistema de salud y detener su creciente deterioro en lugar de construir un Centro de Convenciones que costó el triple del que realmente necesitaba esta capital (capricho marceliano que por cierto sigue gravitando sobre la deuda publica estatal).

Un gobernador o gobernadora puede disponer que se amplíe el número de nuestros niños pobres que reciben desayunos gratuitos o reducirlo para pagar con sobreprecios estratosféricos las raciones y embolsarse (como ocurrió en el sexenio torancista) más de cien millones de pesos; puede, también, contener las desbordadas exigencias de los sindicatos burocráticos y rescatar recursos para tantos apremios como hay, o seguir en la ruta tan cómoda como ruinosa de a todo decirles que sí, que cómo no.

Un gobernador o gobernadora puede empeñarse en cumplir su compromiso mayor de respetar y hacer respetar la ley, de procurar justicia y ahorrar estragos a nuestra convivencia comunitaria o puede, como ahora sucede, repartir impunidad a diestra y siniestra, lo mismo para ecuaciones corruptas en el Congreso que para auténticos saqueadores de arcas municipales y colaboradores con irregularidades multimillonarias en sus cuentas. No hay motor más poderoso de la criminalidad que la impunidad. 

Un gobernador o gobernadora puede construir una relación sana con sus gobernados, informando veraz y oportunamente sobre los temas de interés general, rindiendo cuentas sin chapuzas y prestando oídos a la gente, pero igual puede envilecer esa interacción a base de mentiras compulsivas, alteraciones de la realidad o falseamiento de los hechos. Como podría suceder si algún mitómano o mitómana llega a Palacio.

En una escala menor si se quiere, pero no desdeñable, vale tener en cuenta que quien aspira a gobernarnos aspira simultáneamente a vivir sin pagar alquiler en una mansión con 5 mil metros cuadrados de terreno; a contar con una amplia flotilla de vehículos (algunos blindados) y numerosos escoltas, ayudantes y auxiliares para sí y para todos los familiares que se necesite; a disponer de avión y helicóptero lo mismo para actividades oficiales que para otras más de índole personal. También, ve en su horizonte atención médica de cualquier nivel sin costo alguno; despensa llena, servicio en nómina oficial y, sí a eso llega, pago de vestuario completo. Además, claro, de un salario mensual neto no mayor de 110 mil pesos, oficialmente, pero que extraoficialmente puede ser de cualquier monto.

No está de más traer a cuenta unos datos adicionales. En los últimos diez años por lo menos 16 gobernadores mexicanos han tenido serios problemas con la justicia, en su inmensa mayoría por hechos graves de corrupción, narcotráfico y en un par de casos por abusos de poder. Siete de ellos están en la cárcel (Tomás Yarrington, Eugenio Hernández, Javier Duarte, Roberto Borge, Mario Marín, Cesar Duarte -esperando extradición en Miami- y Jorge Torres López, el sustituto de Humberto Moreira, encarcelado en Texas). Cuatro han compurgado penas de prisión (Guillermo Padrés, Andrés Granier, Jesús Reyna García -interino de Michoacán- y Pablo Salazar Mendiguchía); dos siguen procesos en libertad condicional (Reynoso Femat, de Aguascalientes, y Rodrigo Medina, de Nuevo León). Uno fue exonerado luego de un breve lapso tras las rejas (Flavino Rios, sustituto de Javier Duarte, por ayudarlo a escapar) y recién se informó que otro más, Roberto Sandoval, enfrenta una orden de aprehensión. El decano, Mario Villanueva, recién logró el arresto domiciliario.

Lo que estos nombres nos indican con nitidez es que muy fácilmente un elevado porcentaje de mandatarios estatales se vuelven depredadores. Por supuesto que los potosinos no estamos exentos de semejantes riesgos. 

Llegados a este punto me pregunto si alguien que está en la posibilidad de gobernarnos y con ello disponer de semejante poder, atribuciones, presupuesto, prestaciones, prerrogativas e ingresos no amerita, en su condición de aspirante, un escrutinio mayor del que sería habitual para, digamos, alguien que busca ascender de subgerente a gerente de un banco. Estoy convencido de que sí, aunque sea motivo del disgusto de algunos.

Pienso hoy que si hace seis años hubiéramos podido acceder a información que nos hubiera permitido saber con un grado razonable de certeza que Juan Manuel Carreras se iba a negar sostenida, firme y perrunamente a aplicar la ley, a procurar justicia, y en su lugar darse al reparto de impunidades como si fueran cacahuates, seguramente habría perdido la elección. 

La triste realidad es que muy frecuentemente llegan al poder personajes disfrazados, y cuando muestran su verdadera personalidad es muy difícil o socialmente muy traumático deshacerse de ellos. Aquí lo hemos vivido. 

Y ESTO ¿PARA QUÉ SIRVE?

Vinculadas con lo antes dicho, hay unas cuantas reflexiones personales que me acompañan desde hace muchos años pero que no recuerdo haber expuesto públicamente hasta hoy.

¿Para qué sirve o debería servir el periodismo? Estoy convencido de que, entre otras cosas, la difusión y análisis de la información debe servir esencialmente para que la ciudadanía enfrente lo mejor informada posible las grandes decisiones que cíclicamente debe tomar. Una de las más relevantes de las cuales es justamente la de a quién elegir para que la gobierne.

Si el periodismo en todas sus formas y expresiones no sirve para que las grandes decisiones colectivas (hoy mismo, por ejemplo, la de “¿me vacuno o no me vacuno?”) se tomen con base en la mejor información posible, estará sirviendo de muy poco.

En junio de 1971, a raíz de la filtración de los llamados “Papeles del Pentágono” que conmocionaron a nuestros vecinos del norte, el Excelsior de Julio Scherer publicó en portada un editorial titulado “Saber, Derecho Soberano”. No llego hasta allá, pero el hecho ilustra lo antiguo de este debate inacabado y los niveles en que se ha dado.

En todo caso, yo me identifico mucho más con lo que dijo hace más de un siglo el legendario propietario y editor del periódico inglés Manchester Guardian, hoy denominado simplemente The Guardian, Charles Prestwich Scott: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que se publique. Lo demás son solo relaciones públicas”.

Creo también que si la sujeción a los códigos éticos fuera algo unidimensional y unidireccional, la vida sería más fácil. El problema es que con indeseable frecuencia las alternativas, visiones y perspectivas éticas entran en conflicto. Hoy, por ejemplo, no sé que sea peor, si difundir una grabación no autorizada que alude exclusivamente a opiniones, afirmaciones y revelaciones de carácter político (lo más público de lo público), sin tocar nada personal o íntimo, o mentir abiertamente en busca del poder, con los alcances, efectos y consecuencias descritas al inicio de esta columna.

Por último, voy por la vida convencido de que en el periodismo, como en cualquier otro campo del quehacer humano, es imposible darle gusto a todos. Entendido así, ni intentarlo. Es perder el tiempo.