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Eclipse eclipsado

Por Alexandro Roque

Octubre 15, 2023 03:00 a.m.

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Ayer hubo eclipse solar anular y estuvo nublado en buena parte de México. No hubo oportunidad de verlo para la mayoría, y así pasó en San Luis Potosí, excepto los afortunados que fueron a los observatorios del Tangamanga y del Museo del Meteorito en Charcas. 

“Yo sufro / tu eclipse ¡oh criatura solar! mas en mi duelo / el afán de mirarte se dilata / como una profecía”, escribió Ramón López Velarde.

Cuentan que en Campeche se alcanzó a percibir la anularidad completa, el círculo amarillo. En San Luis Potosí no es la primera vez que eclipses solares o lunares “se nos salan” por culpa de las nubes; no sé, como que Tláloc tiene un sentido del humor muy retorcido. Ahora habrá que esperar hasta abril de 2024, y de preferencia habrá que viajar a donde haya más garantías climáticas.

Cuando el eclipse de 1984 yo estaba en primero de secundaria y también fue un día nublado. Se nos dio la posibilidad de no asistir a clases, y a los pocos que fuimos a la (José) Ciriaco (Cruz) nos confinaron en la biblioteca para ver por televisión el fenómeno astronómico que para algunos es astrológico. A pesar de las nubes nos queda de aquella fecha un monumento en el parque Tangamanga I.  

Si a Mercurio “retrógrado” se le dan tantas potestades no es de sorprender el poder que en las creencias populares se concede a los eclipses, con ese trinfo momentaneo de las sombras sobre la claridad del día.  

Hay un cuento que me gusta mucho y se llama “El clis de sol”, que leí en uno de esos cuadernitos de la colección “Para leer de volada en el Metro”. Tres cuentos por ejemplar, todos de finas e imaginativas plumas. Su autor es Manuel González Zeledón y es la historia de ñor Cornelio, un buen hombre que fue a visitar al narrador. Llevaba a una gemelitas, “rubias como una espiga”. Ante la extrañeza del narrador ñor Cornelio le dijo le dijo que eran sus hijas, y que si su color no era “acholao” era porque en marzo “hizo tres años que hubo un clis de sol”. “Pa qué engañalo, don Magón. Yo no juí el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un mestro italiano que hizo la torre de la iglesia de la villa?  […] Pos él jue el que me explicó la cosa del clis de sol”.  

Si hay quienes creen que se puede tapar el sol con un dedo o no quieren que nadie les haga sombra, bien podemos imaginar lo que hay (personas, fenómenos, historias) detrás de las nubes. Aunque no lo haya visto más que en foto, sé que el eclipse fue un gran espectáculo. “El ballet cósmico sigue su curso”, dice Leonard Nimoy en un capítulo de Los Simpson.

Les djo esta semana con otra historia. “El eclipse”, cuento de Augusto “Tito” Monterroso que viene a cuento a propósito del eclipse y del 12 de octubre, antes conocido como día de la raza. 

   Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

 Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

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