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El gasto público

Por Marco Iván Vargas Cuéllar

Mayo 26, 2022 03:00 a.m.

La discusión en la opinión pública sobre el gasto público gubernamental suele hospedarse en términos y debates que, para que sean atractivos al grueso de la población, deben resultar sencillos y atractivos. Algunos son lugares comunes, otros son estandartes de campaña. Poco se habla -y aun menos, se trabaja- sobre la creación de valor público y la eficacia gubernamental desde el gasto bien realizado: no se trata de gastar menos, sino de gastar mejor.

Puedo entender que el reclamo -quizás autoimpuesto- de la austeridad responde a una etapa no lejana en donde el sector público se caracterizaba por el uso injustificado de recursos públicos que beneficiaban a personas o a intereses particulares. Ahí donde hay un ejercicio injustificado de recursos públicos existe un espacio de oportunidad de medidas de austeridad. En esto me parece que todas(os) podemos estar de acuerdo.

Como sociedad pudimos saber esto gracias a varios factores: el acceso a la información pública, la existencia de prensa libre y periodismo de investigación, la presión de una comunidad vigilante que suele estar compuesta por organizaciones de la sociedad civil y oposiciones políticas, y la alternancia -sí, la alternancia política-. Las razones de ello son evidentes. El escrutinio público sobre el costo del gobierno fue bastante más allá de un informe de cuenta pública. Dejando de lado esa cantata grandilocuente que se enorgullece de la cantidad de millones de pesos que se invierten en determinadas obras y acciones -que abunda en la propaganda gubernamental y los informes de gobierno- hubo una parte de la sociedad que se interesó en los detalles del gasto público. En 2001, Anabel Hernández ganó el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de Noticia por un caso que hoy es paradigmático: “Presidencia compra toallas de $4´025 pesos”. 

De tales dimensiones fue la presión política propiciada por este tipo de hechos que en abril de 2003 se modificó el marco legal y constitucional en nuestro país para crear la Secretaría de la Función Pública (que tuvo como antecedentes a las extintas Secretaría de Contraloría General de la Federación y la Secretaría de Contraloría y Desarrollo Administrativo. Otra de las respuestas a la crisis institucional relacionada con el gasto público fue la instauración del Servicio Profesional de Carrera en la administración pública federal en 2005. Hoy no hablaremos de ello porque merece varias discusiones aparte, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de señalar que este modelo de servicio civil de carrera aún es una agenda pendiente -por diecisiete años- en el ámbito estatal y municipal en San Luis Potosí.

De regreso a la discusión del gasto público. Tan importante es la aplicación de medidas de austeridad en áreas injustificadas del gasto gubernamental, como lo es también la capacidad de que deben tener las instituciones públicas para demostrar que los recursos que reciben y aplican se justifican por la función que cumplen o los problemas/necesidades/demandas que resuelven -insisto: atender es una cosa, resolver es otra-. 

Por eso me llama la atención la inconsistencia de una política del gasto público gubernamental. Puede resultar atractivo ante la población implementar medidas de recorte del gasto público -que harían sentir orgullo a Thatcher, los Chicago Boys, Milton Friedman y a los fantasmas del neoliberalismo- pero que no parece preocuparse por mejorar la capacidad del gobierno por tomar decisiones, implementar medidas y diseñar políticas que mejoren la calidad de la función pública. Se ahorra el gasto en una cosa, pero no se optimiza el uso de ese dinero en otra.

Mejorar la calidad de la función pública permite identificar necesidades relevantes, diseñar soluciones eficientes y cosechar una percepción pública favorable -no impuesta ni inducida- de que la ciudadanía vive en una mejor situación. De nuevo, no es lo que las instituciones públicas -o sus vocerías- dicen, sino la capacidad que tienen para demostrar que crean valor público con el dinero que reciben.

La buena noticia es que sí existen escuelas, modelos y manuales para ello. La mala noticia es que por decisiones de una mal entendida política de popularidades, no se escucha a quienes tienen algo que proponer al respecto. “Se puede ser popular sin ser populista” le escuché en una ocasión a Michelle Bachelet; se trata de tomarse estas cosas en serio y entender que gobernar implica asumir una responsabilidad donde se trabaja para que la ciudadanía se beneficie del trabajo metódico y no del discurso simple o el aplauso fácil.

Twitter. @marcoivanvargas