Espíritus huidizos
Me ausenté de estas páginas como quien sabe que puede pasar desapercibida.
Ausente después de una gripa violenta pero pasiva, sin temperatura ni dolor de articulaciones pero que descompone el centro neurálgico de la imaginación y la tolerancia a los horrores cotidianos; ésa que hemos desarrollado a punta de estadísticas que disimulan muertos y desparecidos, feminicidios y otros “idios” que preferimos ignorar para que no cuenten en detrimento de la calificación para figurar entre los países más violentos.
Y lo que pudo convertirse en un viaje al pasado de una infancia con abuelos, tíos y primos, en la ahora Cd de Mx, se convirtió en un maratónico episodio de corrección de estilo, -ortográfico y semántico- de una pieza literaria que buscará la luz dentro de algunos meses. Tener gripa me alejó de distracciones y me llevó muy adentro de una historia que vale la pena ser contada y ser leída. En cuanto esté lista lo sabrán por estas líneas.
En 7 días en pleno corazón de la ciudad, pisé la calle solo para ir a la farmacia y para lo mínimo indispensable, aunque el clima era sensacional para estar afuera buscando calles que, si bien desconocía, la nostalgia de los años niños, quería recuperarlas como si me hubieran pertenecido. Inmersa en una colonia con nombre de capital italiana, sobre calles con nombre de los estados de la república -en donde alguna vez vivió mi abuela- y que ahora han recuperado un estatus que no sabían que habían perdido...las muy callejeras.
Lejos de la calle de Madero, en donde alguna vez estuvo el hotel que mi papá escogía para hospedarnos. Lejos también de la calle de Amores en donde vivía mi abuelo, su padre, o de Tajín o Minerva en donde vivieron algunos de los hermanos de mi mamá. Antes y ahora, me perdería si me dejaran en cualquiera de esos lugares. Esta vez me hospedaba lejos, pero sentía que me acompañaban esos personajes de mi genealogía quienes nunca dejaron la ciudad para convertirse en provincianos, como sí lo hicieron mis papás renunciando a su estatus de capitalinos.
Sería porque iba a ser 2 de noviembre y el espíritu de los espíritus estaba en el aire que, habiendo dejado de ser transparente como lo quiso Carlos Fuentes, creía que estaban cerca y que de extraviarme se encargarían de protegerme. Sería que la flor de pétalos naranja o amarillos -según con qué lente mires- esa planta de días cortos y raíz cilíndrica que empezaba a asomarse en aparadores y puestos de esquina, se colaban entre las calaveras de día de brujas y los fantasmas del Halloween, que yo sentí que por ahí andaban todos mis muertos de otro tiempo. Muertos que no acompañé en su funeral y que no avisaron que se habían hecho viejos. Ahora ya no están más que en ese aire de altura extrema que buscan deportistas para entrenar y mejorar marcas. Entre esos respiros andaban mis muertos con olor a libro y biblioteca, a librería de viejo, a sala de subasta, a zócalo, pero también a casa de los azulejos; a alameda y ángel, a zapatería, café de chinos, taquerías y zoológico.
Así era parte del México que ahora es ciudad y no país ni distrito. -Y no sé si me doy a entender en esta asociación libre -de lógica común- como si estuviera en el diván bajo la mirada de uno de los discípulos de Freud. - El México del alumbrado navideño, el México del Museo de Antropología e Historia o el de la escultura de Tláloc o el México con Ángel y San Angelín, La Lagunilla y las rejas de Chapultepec, el pan del Globo cuando era bueno y, además la UNAM a la que nunca he entrado.
Y aunque no estuve en esos lugares, me rodearon –mis muertos- como para decirme que también era parte de una historia familiar de la que tengo memorias endebles y sublimes, románticas y escurridizas. El México de las catrinas que han dejado de ser una alegoría y hoy son parte del paisaje urbano plagado de mitos, ritos, corridos narco, música de banda reggaetón y “nuevas tradiciones” y nuevo régimen. Ahí desparecieron mis letras las siguientes dos semanas: como quien sabe que puede pasar desapercibida.




