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Estado y verdad histórica

Por Miguel Ángel Hernández Calvillo

Julio 07, 2020 03:00 a.m.

A

“Iguala no es el Estado”, decían los personeros del gobierno de Peña Nieto cuando sucedió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa en septiembre de 2014. Luego, ante lo absurdo del planteamiento, tuvieron que recular para medio reconocer que la tragedia no era un asunto aislado en el estado de Guerrero, sino evidencia de una seria descomposición agravada en el poder del Estado mexicano desde el sexenio de Felipe Calderón con su “guerra” perpetrada contra la delincuencia organizada... golpeando a lo sonso el avispero. Distribuir culpas de uno y otro lado de ambos gobiernos confirmaría que, en realidad, se trataba de un “continuum” fallido en la respuesta del Estado al problema de la compleja relación entre corrupción, inseguridad pública e impunidad registradas.

     La persecución, anunciada por la Fiscalía General de la República, de Tomás Zerón, el encargado de operar la investigación criminal planteada como la famosa “verdad histórica” expuesta por el entonces titular de la PGR, Jesús Murillo Karam, parece indicar que se trata de un eslabón perdido en esa cadena de putrefacción señalada en el párrafo anterior. Muestra también la necesidad de una refundación del Estado mexicano sobre bases distintas al despliegue arbitrario y discrecional de la violencia institucional de la que se hizo gala en el pasado. Refundación que, por ejemplo, debería “empezar por la reflexión de porqué el Estado está más preparado para reprimir las ilegalidades de las clases históricamente oprimidas que las ilegalidades de las clases históricamente opresoras” (B. de Sousa, dixit). 

A nadie convenció la mentada “verdad histórica” de Murillo Karam y es célebre su lacónica frase pretendiendo dar por resuelto el caso, aduciendo “cansancio”. Pero no contaban con la incansable lucha desplegada por los padres y familiares de los jóvenes estudiantes desaparecidos, exigiendo que se fuera al fondo del asunto para el esclarecimiento pleno de los hechos. La memoria del agravio permanece y ha sido el motor de la exigencia persistente para que se haga justicia. “Cuando se invierte la relación que ve al pasado como un punto fijo que se conoce poco a poco desde el presente, a un pasado que debe convertirse en cambio dialéctico (…) La política obtiene la primacía sobre la historia (…) Los hechos se convierten en algo que nos acaba de suceder, y reconocerlos es cosa del recuerdo” (Walter Benjamin, dixit). Por eso, el sacerdote Alejandro Solalinde señala (“Excélsior”, 3 de julio de 2020) que los padres de los jóvenes normalistas siempre han sostenido que se trató de una desaparición forzada, no sólo por la esperanza legítima de localizarlos con vida, sino porque, de otra manera, sería tanto como aceptar que no se trata de un delito de “lesa humanidad”, permanente y continuado, en una versión perversa que apuesta al olvido y la resignación ante hechos que se pretenden “consumados”, a pesar de tantos agravios y agraviados.

La deuda histórica del Estado mexicano con la verdad plena del caso Ayotzinapa debe ser saldada. El esfuerzo del actual gobierno federal parece caminar en tal sentido. La inminente detención de Zerón conlleva el ir cerrando todos esos huecos que, deliberadamente, personeros del gobierno anterior dejaron abiertos para que fluyera la impunidad y protección de oscuros intereses. Representa, además, una señal promisoria de que otras bases en las que debe descansar el ejercicio de la fuerza legal del Estado, puedan legitimarse equilibrando una relación históricamente asimétrica entre oprimidos y opresores, entre pobres y potentados, entre los que mendigan la justicia y los “méndigos” que la mercantilizan.