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Expresiones de preferencia

Por Marco Iván Vargas Cuéllar

Mayo 05, 2022 03:00 a.m.

Para que una consulta funcione se requieren tres cosas: que exista una población que exprese, que exista un estado que escuche y que existan consecuencias como resultado de la expresión de la población.

De momento quisiera dejar de lado la idea que se tiene de refundar al Instituto Nacional Electoral para denominarle Instituto Nacional de Elecciones y Consultas. De eso nos ocuparemos a profundidad en entregas posteriores. Lo que hoy quiero poner a consideración de Usted es el acierto -pertinente y quizás tardío- de entender que la democracia se relaciona con bastantes más cosas que la designación de representantes por medio de elecciones. En este espacio hemos hablado sobre las distintas posibilidades de empoderamiento de la población a través de la implementación de diversos mecanismos de participación ciudadana. También hemos hablado que el desarrollo e implementación de estos dispositivos de participación se toman su tiempo para madurar, es decir, para que la ciudadanía -y no los partidos y mucho menos los gobiernos- se apropie de esos espacios.

Por eso es buena noticia que se abra una discusión sobre la responsabilidad del estado -así, en términos generales- de abrir espacios de participación auténtica, inclsuiva y consecuente. El diablo -dicen-, está en los detalles. Tenemos que discutir con conceptos claros y propositivos, para qué es que se convoca a la ciudadanía a participar. ¿se busca que se le informe sobre decisiones ya tomadas? ¿se pide su opinión o si está de acuerdo sobre estas decisiones? ¿se le da la posibilidad de que exprese necesidades, problemas y demandas? ¿le espera que proponga soluciones o que incluso pueda decidir sobre ellas? ¿Se le otorga el poder de decidir, controlar y evaluar lo que hacen los servidores públicos?.  Hace un tiempo escuché un regla general que parece imperar estos temas de la política y los asuntos públicos: el poder se toma, no se cede.

De esto se desprende la idea de que la apertura de espacios de participación responde, quizás, a una intención -auténtica, espero- de encontrar nuevas fuentes de legitimidad de la acción pública gubernamental. Si nos ponemos serios en el tema, debemos reconocer que nadie -partidos, opinadores, gobernantes- detenta el monopolio de la voluntad popular. Nadie puede decir que posee en sus manos las expresiones de la ciudadanía y que, por tanto, cuenta con una fuente de legitimidad inagotable -o incluso incuestionable- que orienta sus determinaciones.  

Déjeme expresarlo de otra manera: en una democracia profunda, el voto no alcanza para legitimar las decisiones de los gobernantes en turno. Permítame ser claro en esta idea: la celebración de elecciones constituye a un elemento fundamental de nuestra civilidad política. Como sociedad superamos estas ideas anticuadas sobre el fundamento del poder político y la naturaleza sucesoria del mismo: ni monarquías, ni pleitesía. Republicanismo puro y duro en donde una sociedad entre iguales no reconoce mayor diferencia que aquella que proviene de una investitura dada en un acto público: se puede actuar en nombre y favor de una población, pero nunca en contra de su voluntad.

Hablando de ser consecuentes. Le sugiero dejar de lado la carnada de engancharse en una falsa polémica entre el poder ejecutivo federal y las autoridades electorales -o la oposición- sobre la realización de determinadas consultas públicas. Como estamos discutiendo el fortalecimiento de la democracia, bien nos haría a todas/os prestarle atención a las numerosas experiencias de participación de la ciudadanía que están ocurriendo en el ámbito de lo local. Comités vecinales, consejos municipales de desarrollo, presupuestos participativos, consejos consultivos; todo esto adquiere sentido solo en la medida en que el estado es consecuente con aquello que la población le confía: no, no son votos, son expresiones de preferencia.

Y de eso también tenemos que hablar.