Familia y escuela Capítulo 192: Educación espiritual
Seguramente al leer el título del artículo, muchas personas se remitieron al significado religioso de la palabra “espiritual” y, en efecto, tiene una gran cercanía; sin embargo, el alcance de ese concepto va mucho más allá que el ámbito teológico.
Hablar y llevar a la práctica una educación espiritual, como lo hacen algunos centros educativos, implica, no solo difundir y fomentar conocimientos complementados con preceptos religiosos; consiste en formar individuos desde familias, medios de comunicación y escuelas, atendiendo a su integralidad como característica principal de todo ser humano.
Para ubicar de manera precisa esta forma educativa, tenemos la explicación que otorga la Organización Mundial de la Salud (OMS) quien define a la dimensión espiritual como aquella “… experiencia interior más profunda de la persona, que la conduce a dotar de sentido y propósito a las propias acciones y existencia, sean cuales sean las condiciones externas, lo que significa aprender cómo encontrar disfrute en la experiencia cotidiana…”
Desde luego que con esta visión de espiritualidad, hacemos referencia a un proceso educativo, el cual con todos sus conocimientos y experiencias, vinculan a la persona y sus características específicas con la situación y el contexto en el cual se desenvuelve; así como con el sentido de adaptación a las condiciones externas que se vayan presentando en el mundo cambiante.
La misma OMS afirma que un sentido espiritual ayuda a “… contar con un sistema de valores y con el compromiso de aplicarlos; a centrarse en algo que va más allá de uno mismo, esto es, a trascender; al uso del propio potencial creativo; a la contemplación de la vida y a aprovecharla de acuerdo con las propias aspiraciones y convicciones y las del grupo al que se pertenece”
Con la afirmación anterior podemos darnos cuenta que, educar desde esta lógica, es mucho más que solo capacitar y transmitir conocimientos teóricos y reglas de convivencia; es lo más cercano y adecuado para una formación integral de la persona, fomentando valores, actitudes, cotumbres, habilidades proactivas y la búsqueda del bienestar personal y grupal.
Finalmente, esta organización mundial, hace referencia a la espiritualidad como forma de realizar una actuación y desenvolvimiento cotidiano armónico y en equilibrio, unido con una visión de futuro viable y pertinente al afirmar que se puede “… contar con un sistema de pensamiento que permita comprender la vida, su dirección y su expresión, que oriente elecciones y juicios, organice proyectos, dote de dirección última a nuestras acciones individuales”
Para la población en general y para todos aquellos que trabajamos e interactuamos con material humano, resulta muy probable que el siquiera hablar de llevar a cabo y ser partícipes de una educación y formación espiritual, probablemente resulte incongruente y hasta no vinculado a nuestras labores; sin embargo, sin lugar a dudas, nos lo propongamos o no, lo planeemos o aparezca de manera espontánea y natural, o nos queramos desentender de esta función, aún así la realizamos cotidianamente.
Quién más efectivo para esta forma de educar, que los padres de familia que conocen a la perfección a sus hijos y demás integrantes; o el maestro y maestra que conviven una buena cantidad de tiempo con sus alumnos; o el comunicador que se dirije de múltiples formas con su audiencia; y así todas las personas que, de una u otra forma, son de quienes se aprenden, no solo conocimientos, sino un sinfín de elementos.
Para educar espiritualmente, se podría decir que no se necesita forzosamente una planeación, propuesta técnica o una determinada profesión, porque esta forma de enseñanza se lleva a cabo todos los días, en todas las situaciones y en cualquier inesperado momento.
Dentro del núcleo familiar, este tipo de lecciones se llevan a cabo a cada instante y como resultado de ello, tenemos que todos sus integrantes aprenden, principalmente de sus padres, desde situciones de armonía o violencia, costumbres, afinidades religiosas, consumo cultural, habilidades diversas, resolución de problemas, formas de alimentación sana o hasta el consumo de sustancias nocivas; en fin, se da una completa educación espiritual, incluso antes de que sus miembros ingresen a una escuela.
En los planteles escolares y sus aulas; éstas representan un microcosmos dentro del cual proliferan, no solo los conocimientos teóricos y técnicos, sino una gama enorme de situaciones, experiencias y confrontación con otras prácticas de valores, costumbres y comportamientos de sus compañeros; todo lo anterior, sin duda, no incluídos en los programas de estudio.
En cuanto a los docentes, después de todos los esfuerzos técnicos, pedagógicos y el cumplimiento cabal de transmitir todos los contenidos de los planes y programas de estudio en los tiempos convenidos, se debe estar consciente que ello es solo una mínima parte del proceso educativo, porque éste se conforma, querámoslo o no, de elementos espirituales.
Esta forma espiritual de educar inicia desde que te plantas frente a tus alumnos: ellos son excelentes analistas y te “escanean” de arriba abajo y de derecha a izquierda y, aunque no lo parezca, pues saben disimularlo a la perfección, te olfatean y captan si hueles a perfume, cigarro o alcohol; se dan cuenta si dormiste bien o no y si te levantaste apresurado y llevas la línea de la almohada en la cara o el cabello desaliñado; sienten tu angustia o enojo si a la par de tu trabajo cargas problemas personales; siguen a la perfección todos tus movimientos y aprenden del cómo les hablas, cómo conduces las actividades y resuelves situaciones; en fin, con tu sola presencia ante ellos se despliega todo un abanico de enseñanzas y de aprendizajes integrales para su vida.
Cierto, la educación espiritual está presente en todas las situaciones de interacción social, presencial o virtual; lo que nos queda es ser conscientes de ello y no dejarla de lado; más bien aprovechar su efectividad y usarla a nuestro favor y el de los demás.
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