Sobre la mesa hay una gran cantidad de temas sobre los cuales podría escribir: la nueva cuenta que se agrega al rosario de indignidades en el que Olga María del Carmen Sánchez Cordero Dávila de García Villegas ha convertido su vida, el tema del Diario Oficial de la federación y sus páginas que desaparecen, reaparecen y se corrigen en franca violación a la certeza que debe existir en el instrumento que da validez a los actos del gobierno, el torpedo bajo la línea de flotación al futuro de México que significan las últimas decisiones en política energética y, por supuesto, el siniestro documento llamado “La nueva política económica en los tiempos del coronavirus” que tiene todas las características de epitafio para nuestro país y nuestro futuro.
Sin embargo, como en otras ocasiones, por hoy dejaré de lado todo eso para dedicar este espacio a una cuestión estrictamente personal, como personal es el sentimiento que nos deja la partida de un amigo, de un maestro, de un extraordinario ser humano.
Gonzalo Andrade Reyes llegó al salón de clases de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí en aquel septiembre de mil novecientos ochenta y siete a impartirnos la materia de Garantías Individuales y, desde el primer momento, mis compañeros y yo supimos que no era un maestro como otros. Pocas veces alguien, en un aula, se han expresado con la pasión que Gonzalo dedicaba para explicarnos el contenido de los artículos constitucionales que reconocen nuestros derechos esenciales; y cuando digo pasión, es en serio: levantaba la voz, golpeaba el escritorio, se levantaba de la silla y agitaba los brazos con ademanes potentes.
Desde entonces y hasta mil novecientos noventa, año en que me titulé, siempre que coincidíamos en los pasillos de la Facultad encontraba un saludo, algún comentario o, si el tiempo lo permitía, alguna charla más extendida con Gonzalo, ya no el profesor sino el amigo.
Y así fue para siempre, hasta estos días en que la epidemia de COVID19 nos permitió aun asistir a la Universidad, antes de que nuestro mundo, el de todos, frenara como lo ha hecho, de golpe.
Siempre activo, participativo, de buen humor, soltando de cuando en cuando sonoras carcajadas que llamaban la atención de los cercanos, con comentarios que, vestidos a veces de cierta candidez, encerraban la agudeza de una mente que no descansaba en su ánimo de tener ese contacto con todo mundo, pues, así lo demostraba siempre, disfrutaba del conversar y de la convivencia.
Si tuviera que pensar en alguien que pudiera tener la camiseta de universitario más bien puesta, no podría dejar de pensar en Gonzalo. La Universidad fue su vida, la vivió y la sintió por completo, siempre.
Mención especial merece cuando fuimos compañeros en la Maestría en Derecho Constitucional y Amparo, donde lo conocí en la faceta de compañero, como ese alumno que, sin vacilaciones y con evidente desparpajo, cuestionaba a los profesores, poniéndolos en serios aprietos en ocasiones, pero siempre con esa bonhomía que era su nota distintiva.
No hay seres humanos perfectos, todos tenemos nuestras fallas, pero, sinceramente, he tratado de recordar alguna vez que haya visto a Gonzalo de mal humor y ha sido una tarea infructuosa; no me viene a la mente nada.
Hombre de anécdotas, tanto para contarlas como para haber sido parte de ellas, Gonzalo Andrade Reyes deja una huella imborrable en quienes le conocimos. Al día de hoy, cuando ha sido requerido, siempre cuento la forma de como nos explicó, al abordar el tema del artículo veintisiete constitucional y el derecho de propiedad, el pasaje de La Isla de los Pingüinos, de Anatole France y el pingüino golpeador, explicado con elevaciones de voz y ademanes que no dejaban lugar a dudas.
A su familia, mi condolencia, la cual hago extensiva a todos, incluyéndome, porque nos ha dejado físicamente alguien que es de esas personas que no se olvidan nunca.
@jchessal