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Hombre sin adjetivos

Por Yolanda Camacho Zapata

Junio 14, 2022 03:00 a.m.

A

En realidad, saber Historia es su sumamente útil.  Ante lo extravagante de la vida diaria, la Historia ayuda a poner en contexto personas y hechos, de manera que aquello que de momento resulte insólito, tome proporción y nos haga ver que pocas son las cosas nuevas y que nada permanecerá inmóvil.

La enseñanza de la Historia es otra cosa. A veces nos aleccionan los hechos como si fuesen una especie de placa de cantera inamovible y eterna; cuando las circunstancias que moldearon aquello que hoy catalogamos como momento histórico, muchas veces fue el producto de circunstancias a veces planeadas, pero muchas veces también netamente circunstanciales. Sin embargo, resulta más sencillo transmitir el conocimiento a blanco y negro, que meternos en las profundidades matizadas de los grises inciertos, porque entonces nos enfrentaríamos a la tremenda franqueza que resulta de explorar aquello que a veces preferiríamos no conocer.

 El mismo problema resulta con los personajes históricos, que por lo general acaban siendo dechados de virtudes, santos, o peor tantito, ángeles etéreos incapaces de ninguna pasión fuera de la que resulte útil a la Historia. Supongo que la Historia de Bronce, esa a la que le viene bien que las personas que nos dieron patria acaben mejor calladitos y con bustos en las plazas, estatuas en los cerros y placas en los edificios, ha tenido una larga vida debido a que su rigidez hace de los héroes y heroínas, referentes de virtud que se contraponen bien a los que clasificamos como villanos de la Historia. Cosa similar sucede con los grandes escritores, pintores, escultores; vaya, con cualquiera que gane su lugar en algún museo.  Tendemos a idealizar no por mala fe, sino por  la necesidad de creer que quien realizó algo importante en cierta área, debió, consecuentemente,  haber hecho lo mismo en el resto de las facetas de su vida. 

En estos días leí el libro que Roque Estrada escribió entre 1911 y 1912 “La Revolución y Francisco I. Madero”. Como ustedes recordarán, Estrada fue el compañero inseparable de Madero durante las giras para promover la no reelección. La convicción por una causa forjó entre ambos hombres una amistad tan inusual y profunda como las circunstancias que estaban viviendo. Después del famoso discurso que Madero dio en San Luis, bien sabemos que el gobierno porfirista lo aprehendió y Roque Estrada corrió la misma suerte por injuriar al policía que ejecutó la detención en Monterey. Vaya, lo detuvieron por defender a su compa. Total, los dos fueron eventualmente trasladados a San Luis y no sin pocas dificultades (otro día les cuento) y gracias al apoyo de valientes correligionarios potosinos pudieron escapar. 

El primero que huyó fue Madero. Al ser el líder de la causa y el que más peligro corría, su escape era prioritario. Pero el plan incluía también a Roque Estrada, Rafael Cepeda y Pedro Antonio de los Santos, los dos últimos cabezas en el estado del partido contrario al gobierno. Con riesgos fundados por su vida, Estrada y Cepeda, ayudados por ferrocarrileros, pudieron salir del estado, atravesar el norte y finalmente llegar a San Antonio, Texas, donde ya estaba a salvo el futuro presidente. 

Estrada comienza entonces a relatar cómo lo que creía era una inquebrantable amistad, empezó a tambalearse hasta romperse. Madero inexplicablemente se portó distante con él. Lo relegaba de las reuniones, le posponía los momentos en que habían acordado reunirse, o de plano lo ignoraba. Estrada motu propio comenzó a servirle de portero en las citas, a tratar de hacerse útil y Madero a tratar de hacerlo invisible. Se portó mal. Después de vivir una situación tan fuerte como la persecución, Estada estaba desconcertado. Claramente se nota en su texto una frustración profunda por no encontrar una causa por la cual Madero lo rechazara. Hay historiadores que documentaron la ingenuidad del prócer, su afección por el espiritismo y lo propicio que era a dejarse llevar por chismes, porque, aunque muy apóstol de la revolución,  Madero era simplemente, un hombre común y corriente.

El exilio de Estrada fue agridulce por decir lo menos. La carencia económica era cosa de segundo plano. El dolor que le acompañó fue que a pesar de que finalmente pudo hablar con Madero varias veces y expresarle cómo se sentía e incluso preguntarle en qué había fallado, el futuro presidente se conmovía, le daba muestras de afecto en el momento, pero finalmente lo alejó.

Ese dolor hizo que  Estrada, penosamente, reconociera que Madero cayó del pedestal en que lo había subido: “Consideraba yo que algunos hombres que me rodeaban, principalmente el señor Madero, tendrían que pasar mañana a la Historia aureolados tal vez de grandeza, y al contemplarlos y juzgarlos yo con naturalidad como sujetos de mediana talla, levantados más por la época y las circunstancias que por verdadero valer intrínseco, deducía que en igual caso pudieron encontrarse todos aquellos a quienes la Historia califica como grandes, de héroes y de genios.. y me reí de la Grandeza, del Heroísmo y del Genio.”

El compañero de Madero tuvo finalmente una vida profesional exitosa: fue periodista, autor de varios libros, diputado,  Secretario de Justicia, Magistrado y luego presidente de la Suprema Corte, porque fue un tipo listo, competente, leal a las  causas que creía importante. 

Quizá los aprendizajes de la Historia serían mucho más digeribles si en lugar de empeñarse en mostrar seres perfectos y etéreos, tuviésemos a la mano personas con fallas que se parecieran más a nosotros que a seres fantasiosos. Quizá entonces entenderíamos que el heroísmo no viene de otra cosa mas que de la complejidad que somos y que lo mismo nos puede hacer liberar patrias o portarse mal con los amigos.

Estrada jamás renegó de Madero, lo juzgó, lógicamente, con dureza, porque él no trató con el prócer de la patria, sino con el hombre sin adjetivos.