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Infeliz a su manera

Por Yolanda Camacho Zapata

Julio 18, 2023 03:00 a.m.

A

Escucharla me hizo recordar el inicio de Anna Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.” La mujer debía tener casi setenta años. Estaba bien arreglada, sobria al vestir y con el cabello corto perfectamente pintado en un tono castaño-rojizo. Su voz ya llevaba ese timbre que da la edad y había  una especie de sombra  que parecía controlar sus movimientos. Era una mujer grande, o debió de haber sido. Tenía una espalda ancha, manos magnas y aunque estaba sentada, podía adivinarse que su estatura sobrepasaba el promedio. Sus pies estaban enfundados en zapatos negros ortopédicos y únicamente viendo con detalle podían apreciarse ligeros bultos formados en los nudillos de las manos. Seguramente tenía algún problema de movilidad.  

Estaba sentada frente a un escritorio atendido por una chica joven de cabello azabache peinado en una alegre coleta de caballo, de esas que terminan en una especie de rizo. La joven seguramente acababa de estrenar cargo de ejecutiva de cuenta en aquella sucursal bancaria, dado que se veía nerviosa y preguntaba frecuentemente a una compañera que presta le pasaba claves de acceso o la orientaba en los pasos a seguir para conseguir que la mujer pudiera destrabar el problema en su cuenta bancaria. Su estado de cuenta mostraba cargos que ella no reconocía. Había ahí varias compras en sitios de internet, algunas cuentas en Uber para traslados y otros en Uber de comidas. La ejecutiva tuvo que explicarle qué era Uber. Genuinamente la mujer mostró asombro. Ella no usaba la aplicación del banco, su teléfono no tenía instalada ninguna aplicación, no sabía usar computadoras. Aunque las cantidades eran relativamente pequeñas, acumuladas formaban una fortuna gastada en comidas, ropa y accesorios. 

Mientras la ejecutiva rastreaba los estados de cuenta de meses atrás, la mujer volteó a platicar conmigo. Yo ya había acabado lo que tenía que hacer y estaba ya por irme, pero nunca desperdicio una historia. Me quedé. Su marido había fallecido durante la pandemia y según sus palabras, lo único bueno que le había dejado era una pensión por viudez y dos hijos ya adultos. Una, la mayor, vivía en Aguascalientes, casada con un tipo “igualito a su padre” (esto lo dijo mientras enrollaba los ojos hacia arriba), y un hijo que también en pandemia había regresado a vivir con ella, bajo pretexto de no dejarla sola, pero que en realidad no tenía a dónde ir después de que la mujer con la que vivía lo había corrido de la casa que compartían “por baquetón”.  Claramente la señora no tenía en  alta estima a la gente que la rodeaba y  su carácter distaba de ser facilito. Era una persona sola, de esas que quisieran estar acompañadas, pero que no hace que sea fácil estar con ellas.  Según sus palabras, su hijos resultaron ser unos inútiles y su marido una decepción mayúscula que nunca logró nada en la vida, mas que conservar un trabajo de burócrata en una dependencia federal. Ella, según me contó, había sido una belleza de joven, pero optó por ese muchacho que tenía un trabajo estable y que se veía escalaría pronto hasta ser, “de perdida” delegado federal, pero nunca ocurrió. Ahora, no esperaba mucho de nadie.

La ejecutiva se acercó con un montón de hojas donde ya había marcado los gastos que le habían resultado extraños, para facilitar la tarea. Cuando los pasó a la clienta,  ésta abrió los ojos como platos. Había reconocido cierto patrón de compras y con él, la certeza de que su hijo le “tomaba prestada” su tarjeta bancaria y la utilizaba sin su consentimiento. Sumó casi veinticinco mil pesos en lo que va del año. “-¡Infeliz, infeliz desgraciado!-“. Su enojo era entendible.  Salió del banco lentamente, pero con furia. “-Yo creo que ella también es un poquito infeliz. Ni las gracias dio-“, escuché decir a la empleada del banco. Puede que sea cierto. Cada quien es infeliz a su manera.