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La catástrofe

Por Jesús Silva Herzog Márquez

Febrero 01, 2021 03:00 a.m.

A

La catástrofe sanitaria no es un golpe de la naturaleza. De ahí vino, por supuesto, y nadie pudo haber impedido la expansión del contagio y la repetición de la muerte. Lo que era evitable era que la devastación alcanzara estos niveles. La responsabilidad del gobierno de López Obrador en la tragedia que nos ha enlutado a todos es enorme. 

Es un alivio saber que el presidente responde razonablemente bien a la enfermedad. Deseo sinceramente que se recupere rápida y plenamente y encare con salud esta crisis de la que es, en alguna medida, coautor. No autor, pero sí, entre nosotros, su principal colaborador. La responsabilidad que cargará históricamente es gigantesca. No sé que impacto político, que efecto electoral inmediato pueda tener su gestión sanitaria. Pero no me cabe la menor duda de que en los años por venir quedarán las cosas claras. Las mediciones internacionales nos ponen en vergüenza. México ha sido uno de los peores países en el mundo en atender la crisis. Más allá de esas devociones que impiden reconocer lo patente, más allá de las antipatías que anticipan condenas antes del juicio, el impacto de la pandemia en México es espeluznante. Y no es aceptable el alegato de los publicistas del régimen que piden resignación ante la fatalidad. No: no tenía que haber sido así. Esto no era inevitable. México no podría haberse mantenido al margen de esta desgracia planetaria, pero pudo haberlo hecho mejor. La desgracia tampoco es consecuencia de la “noche neoliberal:” es producto de una demagogia perversa. Países con una infraestructura sanitaria más débil que la nuestra lo han hecho mejor. El liderazgo responsable es, en buena medida, la diferencia. 

Lloramos más muertos que todos los países en el mundo, excepto dos, Estados Unidos y Brasil. La semana pasada rebasamos ya a la India, un país que es más de diez veces más poblado que el nuestro. El Instituto Lowy, un centro australiano de investigación hizo recientemente un análisis del desempeño de casi una centena de países frente a la pandemia. Analizando la cantidad de casos, las muertes, las pruebas hechas a la población produjo una calificación para evaluar el manejo de la crisis. México recibió de esa agencia a la que difícilmente puede ubicarse como ensañada enemiga del lopezobradorismo, un puntaje de 6.5. No es una nota en escala del 0 al 10 sino del 0 al 100. De 100 puntos posibles, la respuesta del gobierno mexicano merece, según este instituto, calificación de 6.5. El centro advierte, por cierto, que la diferencia esencial que encontró su reporte no es el régimen político o el nivel de desarrollo económico. Los países desarrollados lo hicieron un poco mejor, las democracias fueron un poquito más competentes que las autocracias, pero la diferencia crucial estuvo en otro lado. La calidad del liderazgo es crucial cuando se trata de una emergencia que exige la coordinación política y confianza entre autoridades y sociedad. 

México no contó nunca con un baluarte técnico. Quien ocupó la atención nacional,  quien gozó, durante un tiempo, de respeto público, se desprestigió al entregarse a la grilla de la adulación, en lugar de sentar con firmeza su autoridad frente al poder. El político le dijo al jefe lo que quería oír. Que prefirió complacer al jefe que cuidarlo a él o cuidarnos a nosotros. Continuaremos los esfuerzos de la “Cuarta Transformación”, decía el encargado de la estrategia sanitaria hace un par de días. Un propagandista jamás será una autoridad científica. El experto puso su preparación, su elocuencia y su falta de decoro al servicio de la irresponsabilidad. Se nos pedía quedarnos en casa, mientras los políticos paseaban. Y jamás se rebajó la majestad del sencillísimo presidente de la república para dar ejemplo de cubrirse la boca. Vale preguntar: si el oficialismo habla tanto de la popularidad presidencial, ¿para qué se usa si no es para trasmitir un mensaje coherente de cuidado?

Anima que el presidente haya reaparecido. Preocupa que el mensaje que nos trasmite en su paseo de Palacio sea el de la obcecación. Ni en la convalecencia aparece en él un guiño de humildad para reconsiderar su estrategia, ni una pista del golpe de timón que urge. El mismo optimismo frívolo, la misma lista de deseos presentada como si fueran plan.