La denominada “Ley Garrote”, aprobada por el Congreso de Tabasco, ofrece ocasión para volver al tema de la relación compleja entre la fuerza (que es algo más que la violencia) y el derecho. Más allá de las posturas maniqueas que se han venido presentando, aplaudiendo o cuestionando el endurecimiento de la normatividad penal para castigar eventuales bloqueos de vías de comunicación que pudieran afectar la economía regional, salta la clásica pregunta sobre las bases pre-políticas y morales que posibilitan que una norma jurídica pueda tener alcances distintos a los que se han logrado mediante un procedimiento (en teoría) racional y democrático, cuestión que aparece en aquel célebre debate sostenido, a principios del año 2004, entre los alemanes Jürgen Habermas (filósofo autor de la “Teoría de la acción comunicativa”) y Joseph Ratzinger (entonces cardenal prefecto de la “Congregación para la Doctrina de la Fe”, sucedánea del inquisitorial “Santo Oficio” y, luego, al año siguiente, investido como el Papa Benedicto XVI).
Aunque Habermas planteaba que un procedimiento democrático, creador de normas jurídicas, podría ser suficiente para dotar de legitimidad al derecho, no dejaba de reconocer que, el Estado liberal y secularizado no siempre puede garantizar el cumplimiento de los distintos derechos porque sus fuentes o motivaciones se retrotraen a un fundamento pre-político específico; esto es, que, por ejemplo, el Estado debe garantizar la pluralidad y libertad de creencias, pero el origen de ésta garantía contiene una historicidad que obedece a intereses específicos (de una cierta creencia) en un contexto dado. Y es que, “aún llenando los requisitos de formación inclusiva y discursiva de la opinión y la voluntad, la democracia y los derechos del hombre están, desde el origen, mutuamente implicados en el proceso creativo de una Constitución”.
Lo anterior implica que los “derechos humanos”, por ejemplo, tienen que ser considerados como un pre-requisito ineludible al momento de plantearse cualquier procedimiento de modificación constitucional o legal de relevante impacto social, aún y cuando se trate de principios que aspiran a ser “universales”, pero son valores insertados en Occidente (catálogo que en Oriente puede ser distinto) y arraigados en países como el nuestro. Por su parte, Ratzinger planteaba que ciertas “patologías de la razón” han “derrumbado las certezas morales” y la coexistencia de culturas no alcanza para el logro de un “ethos mundial” (como lo sugería otro teólogo famoso, Hans Küng), por lo que es necesario “volver la mirada hacia el conjunto de las dimensiones de la realidad humana y en las que la razón muestra aspectos parciales”. El punto de encuentro entre esas dos posturas, tendría que ver con la necesidad de que la razón (incluida la razón científica) y la moral (incluida la moral cristiana), vayan de la mano en un diálogo comprehensivo de sus limitaciones y aprendizajes, corrigiendo las desviaciones de cada cual.
Así las cosas, “cuando se garantiza la contribución común a la creación del derecho y a la justa administración de la fuerza, se tiene a la democracia como una forma de orden político apropiada” (Ratzinger, dixit); pero como las mayorías no son uniformes en su actuar, subsiste la cuestión de los fundamentos éticos del derecho. Por tanto, en la relación fuerza-derecho, Ratzinger concluía que “el deber de la política es poner a la fuerza bajo el control del derecho y reglamentar su uso sensato, prevaleciendo la fuerza del derecho como contrapunto de la violencia (fuerza sin derecho) para vivir en libertad”. Las coordenadas del debate subsisten: ¿es un exceso legislar para contener la violencia (entendida como fuerza sin derecho y, en el caso que nos ocupa, hasta como vil extorsión que vulnera la fuerza del derecho), sin dejar de lado principios éticos como los de salvaguardar derechos humanos?