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La verdad y el bien

Por Catón

Abril 01, 2023 03:00 a.m.

A

A mis años, que no son míos, sino de quien dispone que los tenga -espero estar haciendo buen uso de ellos-, a mis años, digo, puedo darme el lujo de la desfachatez. Siempre me lo he dado, he de reconocerlo, pero ahora mi desfachatez es más desfachatada. Haré hoy por eso una inconfesable confesión: estudié la carrera de Derecho no porque tuviera vocación para ella, sino porque la de Leyes era la única escuela en mi ciudad, Saltillo, en la cual no se cursaba ninguna materia relacionada con las matemáticas, y yo he sentido desde el vientre de mi madre un invencible temor por esa asignatura. Estoy consciente no sólo de la importancia de la ciencia de los números, sino también de la belleza que reside en ella. Su exactitud posee el rigor de lo que es cierto; su armonía es como la de la música; su infinidad es la del universo. Tuve, sin embargo, la inmensa desgracia de haberme topado con malos profesores, de ésos que se sienten dueños de una sabiduría infusa reservada sólo para ellos, por lo que reprueban sistemáticamente a sus alumnos. La vanidosa necedad de esos dómines me privó de entrar, por ejemplo, en la ineluctable lógica del álgebra, palabra arábiga, como los guarismos que usamos, tan artísticos, tan llenos de sinuosas curvas -3, 6, 9-, tan diferentes de los números romanos, rectilíneos todos con excepción del D y el C. Pero advierto con pena que ando por los cerros de Úbeda. Vuelvo a tomar el hilo de lo mal hilado. Me hice alumno de aquel plantel que dije, la Escuela de Leyes, y de inmediato sentí el deslumbramiento del Derecho, por su profunda humanidad, por su humanismo. Lejos, lejísimos está de ser una ciencia exacta. Por el contrario, tiene la complejidad de la vida del hombre, y en el terreno de la práctica entra en sus mezquindades y miserias. Pero el estudio del Derecho me dio un atisbo de ese valor llamado la justicia, forma entre las más altas de la verdad y el bien. La escuela fue fundada en1943 por un gran señor de la jurisprudencia, don Francisco García Cárdenas. Halló al principio torpes resistencias: algunos abogados no querían que hubiera en la ciudad más abogados. Se volvió entonces una escuela peregrina. Hostilizada, sin apoyo, tiempo hubo en que los maestros daban su clase en los jardines de la Alameda, ellos de pie, los estudiantes sentados en el césped. Algo así como Platón y el bosque de Academo, si me es permitido el atrevido símil. Pero vivió la escuela, y hace unos días cumplió 80 años de existencia. El alcalde saltillense, ingeniero José María Fraustro Siller, que en otro tiempo fue excelente rector de la Universidad, recordado con aprecio y gratitud por los universitarios, tuvo el acierto de homenajear al plantel en ese aniversario, para cuyo efecto hizo que en su recinto se llevara a cabo una sesión solemne del Cabildo con presencia de todos sus integrantes. Asistí a la bella ceremonia en mi carácter de antiguo maestro de la escuela -pocos quedamos de los viejos tiempos-, y mi buena fortuna propició que mi lugar estuviera junto al de mi querido primo, el licenciado José Fuentes García, uno de los más brillantes juristas que Coahuila ha dado a México. Frente a nosotros se miraba el busto en bronce de don Pancho -así llamábamos con respetuoso afecto al licenciado García Cárdenas-, y a mí me parecía estar ante la efigie de un santo o un apóstol. Fue un emotivo acto que presidió, con el alcalde Fraustro Siller, el director de la hoy Facultad de Derecho, licenciado Alfonso Yáñez Arreola. La vida, sin merecerlo yo, me da continuamente regalos de vida. Éste fue uno de ellos. Lo guardaré en la memoria como un precioso don. FIN.