Lamento

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Jueves diez de noviembre de mil novecientos noventa y cuatro, llegamos mi madre y yo a Granada, con el ánimo de conocer La Alhambra. Este conjunto monumental de palacios y jardines fue la sede del poder árabe en las etapa final de la reconquista emprendida por los reyes católicos, Isabel y Fernando, en la península ibérica; fue ahí donde, se dice, Cristóbal Colón se entrevistó con los monarcas y obtuvo el financiamiento para emprender su viaje en busca de la nueva ruta a las Indias. Es un lugar mágico, cuya descripción, por detallada que sea, siempre quedará reducida a una mínima expresión de lo que los sentidos perciben ahí.

Ante la prohibición religiosa de representación de la figura humana, los techos y paredes de los salones, torres, algunos muros exteriores, fuentes, etcétera, rebosan de inscripciones en árabe de fragmentos del Corán, así como de poemas, jaculatorias y consejos a los reyes. Realizados con gran maestría, se entrelazan los caracteres de tal manera que dan una armonía apabullante y sobrecogedora a quien se encuentra en esas habitaciones, sin conocer absolutamente nada del idioma en que hablan los muros, pero que no puede dejar de asombrarse.

Habrá quien nos cuestione por nuestra decisión, pero renunciamos a la visita guiada por algún experto que, por unos dólares, te repite esa historia aprendida de memoria, te muestra lo que generalmente aparece en los catálogos en las agencias de viajes. Decidimos visitar La Alhambra no como turistas, sino como viajeros.

La diferencia entre uno y otro radica, esencialmente, en que el turista se limita a ser un verificador, alguien que quiere la foto en el mismo lugar donde se toman las imágenes publicitarias, alguien que busca comprobar que los prospectos de viajes, realmente son certeros. El viajero, en cambio, busca lo desconocido, aquello que no forma parte de los álbumes de todo mundo porque, incluso, tal vez ni fotos toma, ante lo importante que resulta más la vivencia que la observación.

Hay largos momentos donde la cámara fotográfica se olvida en la mochila, ante la necesidad de vivir el momento, grabándolo en la mente y en el recuerdo, más que en papel. La brisa desde las atalayas, de las torres y terrazas, el sonido de las corrientes de agua que circulan hacia fuentes y jardines, llenando el ambiente con el sonido que musicalizaba la cotidianidad de los reyes moros, el color de aquellos muros iluminados por el sol, de tonos casi llegando al dorado por momentos.

Nuestra guía fue la obra de Washington Irving, “Cuentos de La Alhambra”, libro que, si alguien se quiere aproximar de la mejor manera al conocimiento de este lugar, resulta de imperdible lectura, así como “Las Aventuras del último Abencerraje”, de François-René de Chateaubriand, dos obras maestras de la literatura que describen de manera extraordinaria la grandeza de La Alhambra, al igual que en la música lo hicieran Manuel de Falla o Francisco Tárrega.

Al pie de una de las torres, la Torre de la Vela, se ve una imagen de una mujer dando una moneda a un mendigo ciego, acompañado de los versos del mexicano Francisco de Icaza: “Dale limosna mujer /que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada”. Y vaya que son sabias las palabras del poeta.

Es tal la grandeza de La Alhambra que Boabdil, último rey moro de Granada y quien se rindió ante los reyes católicos, dejó escapar algunas lágrimas cuando, desde lejos, se detuvo en su camino a contemplar lo perdido. Su madre, Aicha, se acercó a su hijo derrotado y le dijo: “Haces bien en llorar como mujer, lo que no supiste defender como hombre”.

Duras palabras que, esperemos nunca escuchar, cuando lamentemos lo que hayamos perdido, sin haber hecho algo para defenderlo.

¿Cuántos Boabdiles, cuántos?

@jchessal