“Las últimas semillas: Memoria de un México que pronto solo comerá recuerdos”
“Mejor dedícate
a otra cosa”
Esa tarde calurosa, cuando le dije a mi abuelo que quería ser como él, que quería aprender a trabajar la tierra como lo hacía desde niño, sus manos se detuvieron un momento sobre el arado y me miró con esos ojos cansados que han visto crecer y morir tantas cosechas. “No, hijo -me dijo con una voz que parecía cargar el peso de todos sus años-. Mejor dedícate a otra cosa”. No era un simple consejo, era la confesión trágica de un hombre que amaba la tierra pero que había dejado de creer en ella. Ahora lo entiendo. Ahora sé que sus palabras no eran contra mí, sino contra un sistema que ha convertido el trabajo más honesto, el que nos da de comer a todos, en una condena. Cada vez que visito los pueblos veo lo mismo: casas vacías, tierras abandonadas o rentadas a extraños, viejos que se aferran a sus parcelas como si fueran el último pedazo de su vida. Los jóvenes se van. Se van a las ciudades, se van al norte, se van a cualquier parte donde no tengan que arrodillarse ante la tierra desde el amanecer hasta que el sol los deje ciegos.
Conocí a un muchacho en Puebla, estudiante brillante de agronomía, que me contó entre lágrimas cómo su propio padre le rogó que no volviera al pueblo después de graduarse. “Aquí no hay futuro”, le dijo. Y tenía razón. ¿Qué futuro puede haber cuando el fruto de meses de trabajo no alcanza ni para pagar las deudas? Cuando los intermediarios se llevan las ganancias y al campesino sólo le quedan las manos vacías y la espalda doblada?
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Por otro lado, conocí a una joven en Michoacán, hija de campesinos, que decidió quedarse. Me mostró con orgullo su pequeño huerto de aguacates orgánicos, que vende directamente a restaurantes en la ciudad. “Al principio todos me decían que estaba loca -me confesó-, pero ahora gano más que mis primos que se fueron a Monterrey”. Su historia es una luz en medio de tanta oscuridad, pero una luz pequeña, frágil, como una vela en medio del viento.
A veces pienso en lo que dijo Zapata, que la tierra es de quien la trabaja. Pero hoy, cuando veo esas tierras trabajadas por máquinas de empresas que ni siquiera son mexicanas, cuando veo a los pocos jóvenes que quedan mirando hacia el norte con la maleta hecha, me pregunto: ¿de quién es realmente la tierra ahora? ¿Y qué nos quedará cuando los últimos como mi abuelo se hayan ido para siempre? No escribo esto por nostalgia. Escribo por rabia, por miedo, por esa sensación de que estamos perdiendo algo mucho más valioso que unos cuantos cultivos. Estamos perdiendo nuestra memoria, nuestra identidad, nuestro derecho a decidir qué comemos y cómo lo cultivamos. El otro día, en un supermercado de la ciudad, vi unas mazorcas empacadas al vacío, con etiquetas en inglés. Y pensé: pronto, muy pronto, esa será la única forma en que los niños de México conocerán el maíz.
Mi abuelo me dijo que me dedicara a otra cosa. Pero yo le pregunto: ¿qué cosa más importante hay que alimentar a un país? ¿Qué oficio más noble que este que nos sostuvo por siglos? El campo no necesita lástima, necesita justicia. Necesita que los jóvenes puedan mirar hacia atrás sin vergüenza y hacia adelante sin miedo. Necesitamos dejar de tratar a quienes nos alimentan como si fueran los últimos de la fila.
La tierra está ahí, esperando. Pero el tiempo se acaba.
El maíz de nuestros bisnietos aún puede crecer en estas tierras, pero solo si hoy sembramos las semillas del cambio. No es tarde, pero el reloj no se detiene. La tierra nos llama - ¿responderemos?
*Estudiante de 8vo semestre de la carrera de Estrategia
y Transformación de Negocios en el Tecnológico de Monterrey




