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Mira a lo alto

Por Yolanda Camacho Zapata

Junio 27, 2023 03:00 a.m.

A

En 1940 y todavía sin que Estados Unidos entrara a la Segunda Guerra Mundial, Charles Chaplin lanzó la que sería su primera película sonora: El Gran Dictador.  Sabedor de los horrores que Europa vivía y al haber escuchado de primera mano las historias amigos en el exilio, decidió manifestarse y alzar la voz a través de la sátira en contra del régimen nazi. Así creó a dos personajes, un barbero judío sobreviviente de la Primera Guerra Mundial, y un tirano al que llamó Adenoid Hynkel, ambos personificados por el propio Chaplin.

La historia narra los planes de Hynkel para dominar el mundo y las penurias del barbero, quien constantemente sufre la represión del régimen al formar parte del grupo ético que tanto aborrece el dictador. Sin embargo, la invasión gradual a Europa que planea el tirano necesita dinero, y éste únicamente lo tiene un banquero judío, quien se niega a financiar la locura del hombre. Por tanto, Hynkel arrecia la persecución  y el barbero amanece con su negocio marcado con la palabra “Judío” y el acoso de las fuerzas de seguridad. Hannah, una mujer vecina, se horroriza por la violencia en contra del barbero y lo defiende de los soldados, y así, uno de los oficiales se da cuenta de que el barbero, años atrás le había salvado la vida. Estos dos factores hacen que los policías se replieguen y dejen a la comunidad en paz, incluido el barbero. Sin embargo, eventualmente tanto el oficial como el barbero son llevados a un campo de concentración, de donde eventualmente escapan gracias al gran parecido que tiene el barbero con el dictador, llevándolo incluso a la capital para que dé un discurso. 

Y desde la confusión,  Chaplin a través de su personaje el barbero, lanza un poderoso discurso que comienza afirmando: “Lo siento. Yo no quiero ser emperador” para después sentidamente añadir que la mayoría de la gente, no quiere odiar a nadie, pero tampoco ayudar a nadie. La humanidad simplemente quiere estar, saber que cabemos todos. Sin embargo, nuestra naturaleza, añade, tiende a la bondad, no al afán por dañar a otros. Pero bien hace notar que la codicia nos ha perdido: “La codicia ha envenenado las armas, ha levantado barreras de odio, nos ha empujado hacia las miserias y las matanzas. Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco”. No, no es que Chaplin esté en contra del progreso, de la ciencia o de la razón, al contrario, simplemente señala que en algún momento, al dominar las fuerzas que por siglos nos fueron desconocidas, hemos creído que podemos gobernar todo y hacer lo que nos plazca, aunque esto signifique acabarnos por completo los unos a los otros.

He traído a Chaplin en la mente desde múltiples frentes: viene desde los discursos totalitaristas de nuestras naciones hermanas, hasta en las diatribas en casa buscando imponer maneras de pensar que en su momento fueron válidas, pero que al contacto con aires nuevos, merecen por lo menos ser replanteadas. Pero hay también en el ambiente un tufo de descortesía, un hastío generalizado que nos hace sentirnos más cómodos con aquellas relaciones que entablamos con las pantallas y no con las personas que están sentadas a nuestro lado. Hay un ambiente de arrogancia que nos hace creernos dueños de todo,  caudillos de ocasión, mandamases de pensamientos y sentimientos. 

Al final de El Gran Dictador, casi por concluir su discurso, Chaplin se dirige a Hannah para decirle que no se deje abatir por el dolor, que necesita mirar a lo alto para ponerse en otra perspectiva. Quizá eso es lo que hay que hacer: mirar a lo alto, Hannah, mirar a lo alto.