El viajero llega a un pequeño pueblo del Bajío y entra en su templo parroquial.
El visitante gusta de las iglesias pueblerinas. Conservan su profusión de imágenes, una vasta colección de santos y de santas que la modernidad postconciliar hizo desaparecer en tal manera que algunos templos de hoy tienen la semejanza de bodega.
En estos viejos recintos, en cambio, están siempre los Cinco Señores -la Virgen María con San José y el Niño, más Santa Ana y San Joaquín-, y están también Señor Santiago y Señor San Francisco, más una larga cohorte de sanguinosos mártires, de vírgenes cuya vida fue tronchada en flor, de confesores que se fueron de este mundo con la mirada fija en el otro.
El viajero se pone de rodillas, pues está expuesto el Santísimo y él cree en el Misterio. A poca distancia una ancianita reza sus oraciones en voz queda. El viajero alcanza a oír que dice llena de aflicción: “¡Señor, ten piedad de mí!”. Piensa: “Si esta pobre mujer pide misericordia así, ¡cómo habré de pedirla yo, que me he perdido en todas las oscuridades de la vida!”.
Sale el viajero del pequeño templo. Un sol esplendoroso brilla en lo alto. La luz entra en sus ojos y en su corazón.
¡Hasta mañana!...