Naranjas y rojos
Pasamos del naranja intenso al rojo fosfo y vamos pa´tras de nuevo a pensar seriamente en el confinamiento. Mientras tanto la vida corre, los niños llegan al mundo confiando en que nosotros sus habitantes, hemos dispuesto todo para que vivan en un lugar seguro. Son inocentes no cabe duda. Las gallinas ponen, el sol sale, las mareas suben y bajan y el viento se desata en esta región del mundo que comparte coordenadas con desiertos inhabitables.
Yo me peleo con mis dedos que insisten en describir una realidad paradójica y cínica. Borro, tacho y meto reversa en las teclas para no dejar rastro de los pensamientos que rondan mi entorno electrónico, en tanto las calles nos gritan que las dejemos en paz, que nos quedemos en casa, pues no quieren ser testigos de contagios y de esperas dramáticas en las afueras de hospitales y clínicas abarrotadas e impotentes.
Hay cientos de mensajes luminosos en nuestros dispositivos que dibujan estados de ánimo alrededor de cuestiones de salud y vacunas, oxígeno y fiestas, antros particulares y cubre-bocas, pilas de cadáveres producto de la delincuencia organizada y candidaturas absurdas que nos invitan a creer que ahora ya todo es posible y que cualquiera puede llegar, si sabe contar bien el cuento que los demás quieren escuchar.
El oxígeno ahora por las nubes a donde pertenece y los controles sobre los precios de este vital elemento parecen dormir el sueño de los justos. La realidad cada vez me parece que sale de la lógica que ordenaba la vida antes de covid, aunque ya veíamos rasgos de esa irracionalidad desde otros desafortunados años en donde la misma tendencia hacia el “todo se vale”, ya se vislumbraba.
Los hechos nos han demostrado que no solo el menos pensado puede ganar una elección, sino que también se puede borrar una constitución o al menos parte de ella. Y que la democracia puede llegar a ser una nominación de origen sin un terruño que la sustente para que habitemos en una sociedad que pareciera esmerarse por mostrar su lado bizarro. Un mundo que conocí en mi infancia en las historias de Superman impresas en cuentos de papel (comics ahora) que se vendían en el rumbo de Tequis y que cada domingo mis papás nos compraban.
El mundo y el tiempo parecen haber dado una vuelta de campana y no para caer en su opuesto o en el mismo lugar, sino para colocarnos en una dimensión desconocida, típica de una escena de un viejo programa de tv en blanco y negro llamado “los vengadores” cuya típica circunstancia mostraba cómo el protagonista y héroe, era absorbido por una esfera transparente que le impedía realizar su hazaña o emprender el escape para salvar su pellejo o el de otra persona.
Hoy parece que las reglas no existieran y de haberlas parece que pocos las advierten, las entienden y las respetan. Hay quienes intentan cambiarlas para bien y quienes simplemente las manipulan para ganar ese molino particular al que aspiran cientos de ciudadanos. El bien común se ha convertido en un slogan que atrae mayorías y consuela consciencias. Mientras la gente sale, se contagia y distribuye el contagio, lamenta perdidas y llora ausencias. Otros se aíslan y resguardan a los suyos y a los ajenos mientras una opinión pública es modelada por boots y otros artefactos inteligentes que emulan a los humanos. Unos humanos que parecen no captar lo que significa un rojo fosfo.
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