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No está solo

Por Catón

Mayo 03, 2023 03:00 a.m.

A

Grande fue la sorpresa de aquel ejecutivo que despertó en la cama de su hotel en Las Vegas al lado de una mujer desconocida -por cierto bastante fea- que dormía aún. No recordaba nada de la noche anterior, pues había bebido demasiado, pero buscó su cartera a fin de pagar los servicios que de seguro había obtenido de la suripanta. Sacó algunos billetes para despertarla, dárselos y despacharla, pero en eso escuchó la voz de otra mujer, más fea aún, que con sonrisa desdentada le dijo desde el sofá en el que había dormido; “¿Y no hay nada para la madrina de la boda?”... Reconozco que no conozco a fondo la Civilización Occidental. Cuantas veces tuve oportunidad de tratarla hubo algo que me lo impidió: o daban una buena película en el cine, o un amigo cumplía años y tenía carne asada y cheves, o alguna linda chica aceptaba por fin mi invitación para ir a ver las lucecitas de Saltillo desde el Cerro del Pueblo. Leí en el bachillerato, eso sí, los manuales de Historia de A. Malet, y luego las profusas relaciones de Pirenne y Will Durant, lo mismo que las amenas obras sobre Grecia y los romanos escritas por Indro Montanelli, uno de los pocos historiadores con sentido del humor que en este mundo han sido. Casi todos son, para decirlo con una frase usada en el rancho del Potrero, más serios que un puerco meando. Tales lecturas me inspiraron una idea: la Civilización Occidental es como un trípode, mesa de tres pies (o patas, según la confianza que se tenga con la mesa). Esos pilares en los cuales se asienta la cultura de occidente son la religión judeocristiana, la filosofía griega y el derecho romano. Los tres nacieron a orillas del Mediterráneo, mar que ha sido llamado con razón umbilicus orbis, el ombligo del mundo. Alguna vez navegué por él, y lo vi a la caída de la tarde con el color del vino, como fue descrito por Homero. Pero advierto que ando por los cerros de Úbeda, muy diferentes de aquel Cerro del Pueblo que antes dije, de tan gratas remembranzas. A lo que voy es a decir que uno de aquellos tres basamentos de la civilización, el derecho, es condición indispensable para la vida en sociedad. Cuando el orden jurídico se rompe la comunidad afronta una amenaza grave. He ahí uno de los más nocivos males que México padece. Aquí la mayoría de los encargados de hacer las leyes son vasallos al servicio de una especie de reyezuelo que no reconoce otra ley más que su voluntad. Aquí el que juró cumplir la Constitución es el primero en pisotearla. No está solo en ese desapego de la legalidad. Lo acompañan sus ya abiertas corcholatas, que con sus campañas anticipadas se están pasando las normas electorales por donde Petra se pasa el peine, si me es permitida esa expresión plebeya. Lo acompañan los militares que han cambiado la integridad del Instituto Armado por un plato de lentejas en la forma de aeropuertos, trenes, aduanas y otras dádivas a las que pronto se sumará una línea aérea en segura bancarrota desde antes de nacer. Lo acompañan diputados y senadores morenistas ignominiosamente sometidos al Caudillo, y que al retratarse con él en su Palacio aportaron a la iconografía política de México una de sus más vergonzosas estampas. Lo acompañan, en fin, los turiferarios que en los medios de comunicación celebran sus caprichos y veleidades sin el menor sentido de la crítica. Y seguiría adelante con esta relación, pero debo detenerme para ir a ver qué es eso de “turiferarios”... En la oficina del productor de televisión la linda actricita terminó de vestirse y comentó: “No sabía yo que el procedimiento para conseguir un papel en la tele es exactamente el mismo que para conseguir uno en el cine”. FIN.