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No hay lugar

Por Yolanda Camacho Zapata

Julio 05, 2022 03:00 a.m.

A

Estos días resultan oportunos para voltear al pasado y retomar la figura de Pierre Elliott Trudeau para recordar la difícil tarea que puede resultar ejercer un simple derecho. El político canadiense fue formado en sus primeros años por Jesuitas en un colegio católico, para posteriormente estudiar en universidades de élite como Harvard o la London School of Economics, donde su pensamiento liberal fue forjado. Tudeau decía “Siempre he amado la justicia y siempre he amado el sentido del balance. He querido saber mis derechos para empujarlos hasta el límite. No me gusta la autoridad. Consecuentemente, adoro poder contradecir a la gente que  me decía  que yo no tenía derecho a hacer tal o cual cosa.”

Bajo tal pensamiento, Trudeau comenzó a entender que el estado en algunas ocasiones no solo no protegería ciertos derechos, sino que los diezmaría; por tanto, habría derechos sacrosantos donde al estado no se le debería permitir interferencia alguna. Esta postura, completamente contraria a la tradicional posición de intervención gubernamental, causó que el entonces miembro del parlamento afianzara la fama de progresista (y de paso arrogante) que le había acompañado desde muy joven. 

Hubo un punto particular que para Trudeau resultaba crucial: la racionalidad de la ciencia aplicada en la ley. Educado como católico, en algo entendía la vinculación de los valores de esa religión con el sistema político de su tierra natal, Quebec. Por tanto, se atrevía a afirmar que los quebecúas deberían de aprender democracia desde cero, dado que como católicos, entendían la autoridad como mandato directo de Dios y a sus tiempos, cosa que mermaba el fortalecimiento de las vías democráticas. Para Trudeau, el individuo estaba por encima de cualquier cosa.

Para ese entonces, estaban vigentes en Canadá numerosas restricciones como por ejemplo, la ilegalidad de los divorcios. Esto no era privativo de ese país, sino que la ruptura del vínculo matrimonial por vías legales era prácticamente impensable en gran parte del mundo. De igual forma, la homosexualidad en cualquiera de sus formas no solo era prohibida, sino también criminalizada. En este sentido, habían ya existido en Canadá precedentes para impulsar una reforma que dejara de penalizar la homosexualidad y que se garantizara el derecho de las personas a elegir pareja. Al respecto, Trudeau afirmaba: “Tú no tienes que decirnos que eres homosexual. Eso es tu asunto y a mí no me interesa. Lo que me interesa es que los ciudadanos de este país estén listos para respetar la libertad y distinguir entre pecados y crímenes” agregando que “Las leyes criminales no deben de ser usadas para expresar la moralidad de nadie. La ley no está hecha para castigar pecados, sino para prevenir o sancionar cuestiones antisociales.”

Así, en 1968 siendo ya Primer Ministro, Trudeau presentó la iniciativa llamada Bill C-150, que entre otras cosas proponía reconocer la legalidad de las relaciones sexuales privadas y consentidas entre adultos del mismo sexo.  Evidentemente desde el primer instante las discusiones dentro y fuera de la cámara fueron apasionadas, e incluyeron citas de libros sagrados de diversas religiones y presagios de que aquello convertiría a Canadá en el nuevo Sodoma. Sin embargo, la postura del Primer Ministro era firme: “No hay lugar para el estado dentro de los dormitorios de la nación”

Finalmente, el Bill C-150 fue aprobado el 14 de mayo de 1969, terminando así con una historia que por lo menos en ese país inició en 1891, cuando ser homosexual se castigaba con la pena de muerte.  A partir de ese momento, habiendo muchas batallas de por medio, pero sin perder el ritmo, Canadá es uno de los países más abiertos con respecto a la diversidad sexual y su tolerancia. Parece que el camino iniciado en 1969 en algo ha sido avanzado y en gran medida se ha entendido esa separación entre pecado y crimen por la que tanto luchó Trudeau.

Aún así, para el 2019, todavía 70 países tenían catalogada la homosexualidad como delito y algunos de ellos aún la castigan incluso con penas corporales como azotes o la muerte. 

Quizá como muchos de ustedes, lectora, lector querido, hayan sido educados como si la heterosexualidad fuese la única opción y tal vez le enseñaron que lo contrario era una aberración de la naturaleza, algo despreciable, un pecado. Yo aprendí a abandonar esa postura gracias al cariño de amigos y amigas que  con mucho dolor, hace ya varios años, decidieron hablarme sobre sus preferencias. Entonces me di cuenta que aquello que me habían enseñado a ver como malo y que generaba morbo, tenía cara. La cara de gente a la que yo amaba, que eran personas honestas, trabajadores, amigos fieles. Vi como muchos de ellos fueron rechazados por su familia, por sus amigos. Vi también como eran tachados como depravados cuando algunos llevaban -a escondidas- más de 10 años con sus parejas, fieles y monógamos. Vi también como algunos perdieron sus trabajos. Vi como algunos tuvieron que irse de San Luis por presión social porque vivir aquí se hizo insoportable. Ante eso, no podía yo seguir conservando una postura de la infancia, ni quedarme indiferente. No cuando gente que me quiere y que quiero está de por medio.

El estado no tiene lugar en el dormitorio de las personas. El resto de nosotros tampoco.